En fotocopiadora: DURKHEIM, E. (1987) Las reglas del método sociológico, Ed. La Pléyade, Buenos Aires
Emile Durkheim. La división del trabajo social
Presentación
La División del trabajo social es la tesis doctoral de E. Durkheim defendida en 1893. En este texto Durkheim propone que la característica sobresaliente del mundo moderno es la diferenciación social: el incremento de la división social del trabajo, la multiplicación de roles y funciones sociales. Si bien la división del trabajo no es un fenómeno moderno, en las sociedades tradicionales aparece en una forma embrionaria, limitada por lo general a la división sexual de tareas.
A la vez, el sociólogo francés, enfatiza el valor que tiene para el mantenimiento de todo orden social el consenso moral firmemente establecido, la solidaridad, y esto es también válido para las modernas sociedades. En ese sentido, el texto, como dice Durkheim, es un intento por construir una ciencia de la moral y, de acuerdo con ello, se propone observar, describir y clasificar las formas morales, las formas de solidaridad, y analizar cómo, los diferentes tipos de sociedad son correlativos con diferencias en el carácter de la moralidad.
La tesis de Durkheim, comienza tomando nota de una ambigüedad moral en lo que respecto a la división del trabajo. Por un lado hay corrientes morales que proponen como socialmente deseable la especialización, el desarrollo de talentos y capacidades específicas de cada persona. Por otro lado hay otras corrientes morales, contrarias a las primeras, que propone como ideal «individuo desarrollado universalmente», es decir valores universalmente válidos. Durkheim propone estudiar científicamente la fuente de estos ideales morales aparentemente contradictorios. Para ello es necesario preguntarse por la relación entre el desarrollo de la división del trabajo y el orden moral: cuál es el orden moral de las sociedades menos avanzadas y cuál es el orden moral de las sociedades modernas.
Así pues, Durkheim va a intentar medir, los cambios en las formas de solidaridad social. Pero la solidaridad, en tanto fenómeno moral, no puede medirse directamente, por lo tanto va a proponer estudiarla a través de las leyes: las normas morales son codificadas en formas de leyes.
Solidaridad social y derecho:
(…) la solidaridad social es un fenómeno completamente moral que, por sí mismo, no se presta a observación exacta ni, sobre todo, al cálculo. Para proceder tanto a esta clasificación como a esta comparación, es preciso, pues, sustituir el hecho interno que se nos escapa, con un hecho externo que le simbolice, y estudiar el primero a través del segundo.
Ese símbolo visible es el derecho. En efecto, allí donde la solidaridad social existe, a pesar de su carácter inmaterial, no permanece en estado de pura potencia, sino que manifiesta su presencia mediante efectos sensibles.
En efecto, la vida social, allí donde existe de una manera permanente, tiende inevitablemente a tomar una forma definida y a organizarse y el derecho no es otra cosa que esa organización, incluso en lo que tiene de más estable y preciso (18). La vida general de la sociedad no puede extenderse sobre un punto determinado sin que la vida jurídica se extienda al mismo tiempo y en la misma relación. Podemos, pues, estar seguros de encontrar reflejadas en el derecho todas las variedades esenciales de la solidaridad social.
Ciertamente, se podría objetar que las relaciones sociales pueden establecerse sin revestir por esto una forma jurídica. Hay algunas en que la reglamentación no llega a ese grado preciso y consolidado; no están por eso indeterminadas, pero, en lugar de regularse por el derecho, sólo lo son por las costumbres.
(…)Ahora bien, todo precepto jurídico puede definirse como una regla de conducta sancionada. Por otra parte, es evidente que las sanciones cambian según la gravedad atribuida a los preceptos, el lugar que ocupan en la conciencia pública, el papel que desempeñan en la sociedad. Conviene, pues, clasificar las reglas jurídicas según las diferentes sanciones que a ellas van unidas.
Las hay de dos clases. Consisten esencialmente unas en un dolor, o, cuando menos, en una disminución que se ocasiona al agente; tienen por objeto perjudicarle en su fortuna, o en su honor, o en su vida, o en su libertad, privarle de alguna cosa de que disfruta. Se dice que son represivas; tal es el caso del derecho penal. Verdad es que las que se hallan ligadas a reglas puramente morales tienen el mismo carácter; sólo que están distribuidas, de una manera difusa, por todas partes indistintamente, mientras que las del derecho penal no se aplican sino por intermedio de un órgano definido; están organizadas. En cuanto a la otra clase, no implican necesariamente un sufrimiento del agente, sino que consisten tan sólo en poner las cosas en su sitio, en el restablecimiento de relaciones perturbadas bajo su forma normal, bien volviendo por la fuerza el acto incriminado al tipo de que se había desviado, bien anulándolo, es decir, privándolo de todo valor social. Se deben, pues, agrupar en dos grandes especies las reglas jurídicas, según les correspondan sanciones represivas organizadas, o solamente sanciones restitutivas. La primera comprende todo el derecho penal; la segunda, el derecho civil, el derecho mercantil, el derecho procesal, el derecho administrativo y constitucional, abstracción hecha de las reglas penales que en éstos puedan encontrarse.
Derecho represivo y solidaridad mecánica:
Características de los sentimientos colectivos a los que corresponde el crimen
Definición preliminar de crimen
…la única característica común a todos los crímenes es la de que consisten—salvo algunas excepciones aparentes que más adelante se examinarán—en actos universalmente reprobados por los miembros de cada sociedad..
Los crímenes hieren sentimientos que, para un mismo tipo social, se encuentran en todas las conciencias sanas. Así, las reglas que prohíben esos actos y que sanciona el derecho penal son las únicas a que el famoso axioma jurídico: nadie puede alegar ignorancia de la ley, se aplica sin ficción. Como están grabadas en todas las conciencias, todo el mundo las conoce y siente su fundamento.
Características de los Sentimientos colectivos heridos por el crimen
a) Fortaleza
Sin embargo, no se ha definido el crimen cuando se ha dicho que consiste en una ofensa a los sentimientos colectivos; los hay entre éstos que pueden recibir ofensa sin que haya crimen. Así, el incesto es objeto de una aversión muy general, y, sin embargo, se trata de una acción inmoral simplemente. Lo mismo ocurre con las faltas al honor sexual que comete la mujer fuera del estado matrimonial, o con el hecho de enajenar totalmente su libertad o de aceptar de otro esa enajenación. Los sentimientos colectivos a que corresponde el crimen deben singularizarse, pues, de los demás por alguna propiedad distintiva: deben tener una cierta intensidad media. No sólo están grabados en todas las conciencias, sino que están muy fuertemente grabados. No se trata en manera alguna de veleidades vacilantes y superficiales, sino de emociones y de tendencias fuertemente arraigadas en nosotros.
b) Precisión
Pero tampoco basta con que los sentimientos sean fuertes, es necesario que sean precisos. En efecto, cada uno de ellos afecta a una práctica muy de-finida. Esta práctica puede ser simple o compleja, positiva o negativa, es decir, consistir en una acción o en una abstención, pero siempre determinada. Se trata de hacer o de no hacer esto u lo otro, de no matar, de no herir, de pronunciar tal fórmula, de cumplir tal rito, etc. Por el contrario, los sentimientos como el amor filial o la caridad son aspiraciones vagas hacia objetos muy generales. Así, las reglas penales se distinguen por su claridad y su precisión, mientras que las reglas puramente morales tienen generalmente algo de fluctuantes.
c) Uniformidad
(...) Las reglas penales se distinguen por su claridad y su precisión, mientras que las reglas puramente morales tienen generalmente algo de fluctuantes. Su naturaleza indecisa hace incluso que, con frecuencia, sea difícil darlas en una fórmula definida. Podemos sin inconveniente decir, de una manera muy general, que se debe trabajar, que se debe tener piedad de otro, etc., pero no podemos fijar de qué manera ni en qué medida. Hay lugar aquí, por tanto, para variaciones y matices. Al contrario, por estar determinados los sentimientos que encarnan las reglas penales, poseen una mayor uniformidad; como no se les puede entender de maneras diferentes, son en todas partes los mismos.
Naturaleza del crimen
(...) No se discute el que todo delito sea universalmente reprobado, pero se da por cierto que la reprobación de que es objeto resulta de su carácter delictuoso. Sólo que, a continuación, hállanse muy embarazados para decir en qué consiste esta delictuosidad. ¿En una inmoralidad particularmente grave? Tal quiero, mas esto es responder a la cuestión con la cuestión misma y poner una palabra en lugar de otra palabra; de lo que se trata es de saber precisamente lo que es la inmoralidad, y, sobre todo, esta inmoralidad particular que la sociedad reprime por medio de penas organizadas y que constituye la criminalidad. No puede, evidentemente, proceder más que de uno o varios caracteres comunes a todas las variedades criminológicas; ahora bien, lo único que satisface a esta condición es esa oposición que existe entre el crimen, cualquiera que él sea, y ciertos sentimientos colectivos. Esa oposición es la que hace el crimen, por mucho que se aleje. En otros términos, no hay que decir que un acto hiere la conciencia común porque es criminal, sino que es criminal porque hiere la conciencia común. No lo reprobamos porque es un crimen sino que es un crimen porque lo reprobamos. En cuanto a la naturaleza intrínseca de esos sentimientos, es imposible especificarla; persiguen los objetos más diversos y no sería posible dar una fórmula única. No cabe decir que se refieran ni a los intereses vitales de la sociedad, ni a un mínimum de justicia; todas esas definiciones son inadecuadas. Pero, por lo mismo que un sentimiento, sean cuales fueren el origen y el fin, se encuentra en todas las conciencias con un cierto grado de fuerza y de precisión, todo acto que le hiere es un crimen.
Definición de conciencia colectiva
Nos hallamos ahora en estado de formular la conclusión. El conjunto de las creencias y de los sentimientos comunes al término medio de los miembros de una misma sociedad, constituye un sistema determinado que tiene su vida propia, se le puede llamar la conciencia colectiva o común. Sin duda que no tiene por substrato un órgano único; es, por definición, difusa en toda la extensión de la sociedad; pero no por eso deja de tener caracteres específicos que hacen de ella una realidad distinta. En efecto, es independiente de las condiciones particulares en que los individuos se encuentran colocados; ellos pasan y ella permanece. Es la misma en el Norte y en el Mediodía, en las grandes ciudades y en las pequeñas, en las diferentes profesiones. Igualmente, no cambia con cada generación sino que, por el contrario, liga unas con otras las generaciones sucesivas. Se trata, pues, de cosa muy diferente a las conciencias particulares, aun cuando no se produzca más que en los individuos. Es el tipo psíquico de la sociedad tipo que tiene sus propiedades, sus condiciones de existencia, su manera de desenvolverse, como todos los tipos individuales, aunque de otra manera.
(…) Si, pues, los sentimientos que ofende el crimen son, en el seno de una misma sociedad, los más universalmente colectivos que puede haber; si, pues, son incluso estados particularmente fuertes de la conciencia común, es imposible que toleren la contradicción. Sobre todo si esta contradicción no es puramente teórica, si se afirma, no sólo con palabras, sino con actos, como entonces llega a su maximum, no podemos dejar de resistirnos contra ella con pasión. Un simple poner las cosas en la situación de orden perturbada no nos basta: necesitamos una satisfacción más violenta. La fuerza contra la cual el crimen viene a chocar es demasiado intensa para reaccionar con tanta moderación. No lo podría hacer, además, sin debilitarse, ya que, gracias a la intensidad de la reacción, se rehace y se mantiene en el mismo grado de energía.
Puede así explicarse una característica de esta reacción, que con frecuencia se ha señalado como irracional. Es indudable que en el fondo de la noción de expiación existe la idea de una satisfacción concedida a algún poder, real o ideal, superior a nosotros. Cuando reclamamos la represión del crimen no somos nosotros los que nos queremos personalmente vengar, sino algo ya consagrado que más o menos confusamente sentimos fuera y por encima de nosotros. Esta cosa la concebimos de diferentes maneras, según los tiempos y medios; a veces es una simple idea, como la moral, el deber; con frecuencia nos la representamos bajo la forma de uno o de varios seres concretos: los antepasados, la divinidad. He aquí por qué el derecho penal, no sólo es esencialmente religioso en su origen, sino que siempre guarda una cierta señal todavía de religiosidad: es que los actos que castiga parece como si fueran atentados contra alguna cosa transcendental, ser o concepto. Por esta misma razón nos explicamos a nosotros mismos cómo nos parecen reclamar una sanción superior a la simple reparación con que nos contentamos en el orden de los intereses puramente humanos. (...) No sólo la reacción es general sino que es colectiva, lo que no es la misma cosa; no se produce aisladamente en cada uno, sino con un conjunto y una unidad que varían, por lo demás, según los casos. (...) Participan, pues, de la misma uniformidad y, por consiguiente, vienen con toda naturalidad a perderse unos en otros, a confundirse en una resultante única que les sirve de sustitutivo y que se ejerce, no por cada uno aisladamente, sino por el cuerpo social así constituido.
De esta manera se ve la especie de solidaridad que el derecho penal simboliza. Todo el mundo sabe, en efecto, que hay una cohesión social cuya causa se encuentra en una cierta conformidad de todas las conciencias particulares hacia un tipo común, que no es otro que el tipo psíquico de la Sociedad. En esas condiciones, en efecto, no sólo todos los miembros del grupo se encuentran individualmente atraídos los unos hacia los otros porque se parecen, sino que se hallan también ligados a lo que constituye la condición de existencia de ese tipo colectivo, es decir, a la sociedad que forman por su reunión. No sólo los ciudadanos se aman y se buscan entre sí con preferencia a los extranjeros, sino que aman a su patria. La quieren como se quieren ellos mismos, procuran que no se destruya y que prospere, porque sin ella toda una parte de su vida psíquica encontraría limitado su funcionamiento. A la inversa, la sociedad procura que sus individuos presenten todas sus semejanzas fundamentales, porque es una condición de su cohesión.
(...). Hay en nosotros dos conciencias: una sólo contiene estados personales a cada uno de nosotros y que nos caracterizan, mientras que los estados que comprende la otra son comunes a toda la sociedad (44). La primera no representa sino nuestra personalidad individual y la constituye; la segunda representa el tipo colectivo y, por consiguiente, la sociedad, sin la cual no existiría. Cuando uno de los elementos de esta última es el que determina nuestra conducta, no actuamos en vista de nuestro interés personal, sino que perseguimos fines colectivos. Ahora bien, aunque distintas, esas dos conciencias están ligadas una a otra, puesto que, en realidad, no son más que una, ya que sólo existe para ambas un único substrato orgánico. Son, pues, solidarias. De ahí resulta una solidaridad sui generis que, nacida de semejanzas, liga directamente al individuo a la sociedad; en el próximo capítulo podremos mostrar mejor el por qué nos proponemos llamarla mecánica. Esta solidaridad no consiste sólo en una unión general e indeterminada del individuo al grupo, sino que hace también que sea armónico el detalle de los movimientos. En efecto, como esos móviles colectivos son en todas partes los mismos, producen en todas partes los mismos efectos. Por consiguiente, siempre que entran en juego, las voluntades se mueven espontáneamente y con unidad en el mismo sentido.
Esta solidaridad es la que da expresión al derecho represivo, al menos en lo que tiene de vital. En efecto, los actos que prohíbe y califica de crímenes son de dos clases: o bien manifiestan directamente una diferencia muy violenta contra el agente que los consuma y el tipo colectivo, o bien ofenden al órgano de la conciencia común. En un caso, como en el otro, la fuerza ofendida por el crimen que la rechaza es la misma; es un producto de las semejanzas sociales más esenciales, y tiene por efecto mantener la cohesión social que resulta de esas semejanzas. Es esta fuerza la que el derecho penal protege contra toda debilidad, exigiendo a la vez de cada uno de nosotros un mínimum de semejanzas sin las que el individuo sería una amenaza para la unidad del cuerpo social, e imponiéndonos el respeto hacia el símbolo que expresa y resume esas semejanzas al mismo tiempo que las garantiza.
Derecho restitutivo y solidaridad orgánica
Definición del derecho restitutivo
La naturaleza misma de la sanción restitutiva basta para mostrar que la solidaridad social a que corresponde ese derecho es de especie muy diferente.
Distingue a esta sanción el no ser expiatoria, el reducirse a un simple volver las cosas a su estado. No se impone, a quien ha violado el derecho o a quien lo ha desconocido, un sufrimiento proporcionado al perjuicio; se le condena, simplemente, a someterse. Si ha habido hechos consumados, el juez los restablece al estado en que debieran haberse encontrado. Dicta el derecho, no pronuncia penas. Los daños y perjuicios a que se condena un litigante no tienen carácter penal; es tan sólo un medio de volver sobre el pasado para restablecerlo en su forma normal, hasta donde sea posible.
Características del derecho restitutivo
a) Relación del derecho restitutivo y la conciencia colectiva
El faltar a estas reglas ni siquiera se castiga con un una pena difusa (…) podemos incluso imaginar que esas reglas sean otras de las que son sin que eso nos irrite. La idea de que el homicidio pueda ser aceptado nos subleva, pero aceptamos sin inconveniente alguno que se modifique el derecho sucesorio y muchos hasta conciben que pueda ser suprimido (…) Es prueba de que las reglas de la sanción restitutiva, o bien no forman parte, en absoluto de la conciencia colectiva, o sólo constituyen estados débiles. El derecho represivo corresponde a lo que es el corazón, el centro de la conciencia común; las reglas puramente morales constituyen ya una parte menos central; en fin, el derecho restitutivo nace en regiones muy excéntricas para extenderse mucho más allá todavía.
b) Organización del derecho restitutivo
Esta característica se ha puesto de manifiesto por la manera en cómo funciona. Mientras el derecho represivo tiende a permanecer difuso en la sociedad, el derecho restitutivo se crea órganos cada vez más especiales: tribunales especiales (…), tribunales administrativos de toda especie.
c) Función y carácter social del derecho restitutivo
Pero, para apreciar bien [su] importancia (…), es preciso observarla, no sólo en el momento en que la sanción se aplica o en el que la acción perturbada se restablece, sino también cuando se instituye.
En efecto, es necesaria tanto para fundar como para modificar multitud de relaciones jurídicas que rigen ese derecho y que el consentimiento de los interesados no basta para crear ni para cambiar. Tales son, especialmente, las que se refieren al estado de las personas.
Aunque el matrimonio sea un contrato, los esposos no pueden ni formalizarlo ni rescindirlo a su antojo. Lo mismo sucede con todas las demás relaciones domésticas, y, con mayor motivo, con todas aquellas que reglamenta el derecho administrativo. Es verdad que las obligaciones propiamente contractuales pueden anudarse y deshacerse sólo con el acuerdo de las voluntades. Pero es preciso no olvidar que, si el contrato tiene el poder de ligar a las partes, es la sociedad quien le comunica ese poder. Supongamos que no sancione las obligaciones contratadas; se convierten éstas en simples promesas que no tienen ya más que una autoridad moral (2). Todo contrato supone, pues, que detrás de las partes que se comprometen está la sociedad dispuesta a intervenir para hacer respetar los compromisos que se han adquirido; por eso no presta la sociedad esa fuerza obligatoria sino a los contratos que tienen, por sí mismos, un valor social, es decir, son conformes a las reglas de derecho.
Pero, aun cuando esas reglas se hallen más o menos fuera de la conciencia colectiva, no interesan sólo a los particulares. Si fuera así, el derecho restitutivo nada tendría de común con la solidaridad social, pues las relaciones que regula ligarían a los individuos unos con otros sin por eso unirlos a la sociedad. Serían simples acontecimientos de la vida privada, como pasa, por ejemplo, con las relaciones de amistad. Pero no está ausente, ni mucho menos, la sociedad de esta esfera de la vida jurídica. Es verdad que, generalmente, no interviene por sí misma y en su propio nombre; es preciso que sea solicitada por los interesados.
(…) nada más inexacto que contemplar en la sociedad una especie de árbitro entre las partes. Cuando se ve llevada a intervenir no es con el fin de poner de acuerdo los intereses individuales; no busca cuál podrá ser la solución más ventajosa para los adversarios y no les propone transacciones, sino que aplica al caso particular que le ha sido sometido las reglas generales y tradicionales del derecho. Ahora bien, el derecho es cosa social en primer lugar, y persigue un objeto completamente distinto al interés de los litigantes. El juez que examina una demanda de divorcio no se preocupa de saber si esta separación es verdaderamente deseable para los esposos, sino si las causas que se invocan entran en alguna de las categorías previstas por la ley.
Todo contrato supone, pues, que detrás de las partes que se comprometen está la sociedad dispuesta a intervenir para hacer respetar los compromisos que se han adquirido; por eso no presta la sociedad esa fuerza obligatoria sino a los contratos que tienen, por sí mismos, un valor social, es decir, son conformes a las reglas de derecho.
Derecho restitutivo y solidaridad social
Como las reglas de sanción restitutiva son extrañas a la conciencia común, las relaciones que determinan no son de las que alcanzan indistintamente a todo el mundo; es decir, que se establecen inmediatamente, no entre el individuo y la sociedad, sino entre partes limitadas y especiales de la sociedad, a las cuales relacionan entre sí. Más, por otra parte, como ésta no se halla ausente, es indispensable, sin duda, que más o menos se encuentre directamente interesada, que sienta el contragolpe. Entonces, según la vivacidad con que lo sienta, interviene de más cerca o de más lejos y con mayor o menor actividad, mediante órganos especiales encargados de representarla.
Es costumbre distinguir con cuidado la justicia de la caridad, es decir, el simple respeto de los derechos de otro, de todo acto que sobrepase esta virtud puramente negativa. En esas dos prácticas diferentes se suele ver como dos capas independientes de la moral: la justicia, por sí sola, formaría los cimientos fundamentales; la caridad sería el coronamiento. La distinción es tan radical que, según los partidarios de una cierta moral, bastaría la justicia para el buen funcionamiento de la vida social; el desinterés reduciríase a una virtud privada, que es, para el particular, bueno que continúe, pero de la cual la sociedad puede muy bien prescindir. Muchos, inclusive, no ven sin inquietud que intervenga en la vida pública. Se advertirá por lo que precede hasta qué punto tal concepción se halla muy poco de acuerdo con los hechos. En realidad, para que los hombres se reconozcan y se garanticen mutuamente los derechos, es preciso que se quieran, que, por una razón cualquiera, se sientan atraídos unos a otros y a una misma sociedad de que formen parte. La justicia está llena de caridad, o (…) es la repercusión en la esfera de los derechos (…) de sentimientos sociales que proceden de otra fuente. No tiene, pues, nada de específica, pero es el acompañamiento necesario de toda especie de solidaridad. Forzosamente se encuentra dondequiera los hombres vivan una vida común, bien resulte ésta de la división del trabajo social o de la atracción del semejante por el semejante.
El contrato es, por excelencia, la expresión jurídica de la cooperación. (…) El compromiso de una parte resulta, o del compromiso adquirido por la otra, o de un servicio que ya ha prestado esta última (9). Ahora bien, esta reciprocidad no es posible más que allí donde hay cooperación, y ésta, a su vez, no marcha sin la división del trabajo. Cooperar, en efecto, no es más que distribuirse una tarea común (…) Pero es preciso no olvidar que el derecho no traza más que los contornos generales, las grandes líneas de las relaciones sociales, aquellas que se encuentran siempre las mismas en contornos diferentes de la vida colectiva. Así, cada uno de esos tipos de contratos supone una multitud de otros, más particulares, de los cuales es como el sello común y que reglamenta de un solo golpe, pero en los que las relaciones se establecen entre funciones más especiales. Así, pues, a pesar de la simplicidad relativa de este esquema, basta para manifestar la extremada complejidad de los hechos que resume.
En resumen, las relaciones que regula el derecho cooperativo de sanciones restitutivas y la solidaridad que exteriorizan, resultan de la división del trabajo social. Se explica además que, en general, las relaciones cooperativas no supongan otras sanciones. En efecto, está en la naturaleza de las tareas especiales el escapar a la acción de la conciencia colectiva, pues para que una cosa sea objeto de sentimientos comunes, la primera condición es que sea común, es decir, que se halle presente en todas las conciencias y que todas se la puedan representar desde un solo e idéntico punto de vista. Sin duda, mientras las funciones poseen una cierta generalidad, todo el mundo puede tener algún sentimiento; pero cuanto más se especializan más se circunscribe el número de aquellos que tienen conciencia de cada una de ellas, y más, por consiguiente, desbordan la conciencia común. Las reglas que las determinan no pueden, pues, tener esa fuerza superior, esa autoridad trascendente que, cuando se la ofende, reclama una expiación. De la opinión también es de donde les viene su autoridad, al igual que la de las reglas penales, pero de una opinión localizada en las regiones restringidas de la sociedad.
En definitiva, ese derecho desempeña en la sociedad una función análoga a la del sistema nervioso en el organismo. Este, en efecto, tiene por misión regular las diferentes funciones del cuerpo en forma que puedan concurrir armónicamente: pone de manifiesto también con toda naturalidad el estado de concentración a que ha llegado el organismo, a consecuencia de la división del trabajo fisiológico. Así, en los diferentes escalones de la escala animal, se puede medir el grado de esta concentración por el desenvolvimiento del sistema nervioso. Esto quiere decir que se puede medir igualmente el grado de concentración a que ha llegado una sociedad a consecuencia de la división del trabajo social, por el desenvolvimiento del derecho cooperativo de sanciones restitutivas.
Tipos de solidaridad
Reconoceremos sólo dos clases de solidaridad positiva, que distinguen los caracteres siguientes:
I.° La primera liga directamente el individuo a la sociedad sin intermediario alguno. En la segunda depende de la sociedad, porque depende de las partes que la componen.
2.° No se ve a la sociedad bajo un mismo aspecto en los dos casos. En el primero, lo que se llama con ese nombre es un conjunto más o menos organizado de creencias y de sentimientos comunes a todos los miembros del grupo: éste es el tipo colectivo. Por el contrario, la sociedad de que somos solidarios en el segundo caso es un sistema de funciones diferentes y especiales que unen relaciones definidas. Esas dos sociedades, por lo demás, constituyen sólo una. Son dos aspectos de una sola y misma realidad, pero que no exigen menos que se las distinga.
3.° De esta segunda diferencia dedúcese otra, que va a servirnos para caracterizar y denominar a esas dos clases de solidaridades.
La primera no se puede fortalecer más que en la medida en que las ideas y las tendencias comunes a todos los miembros de la sociedad sobrepasan en número y en intensidad a las que pertenecen personalmente a cada uno de ellos. Es tanto más enérgica cuanto más considerable es este excedente. Ahora bien, lo que constituye nuestra personalidad es aquello que cada uno de nosotros tiene de propio y de característico, lo que le distingue de los demás. Esta solidaridad no puede, pues, aumentarse sino en razón inversa a la personalidad. Hay en cada una de nuestras conciencias, según hemos dicho, dos conciencias: una que es común en nosotros a la de todo el grupo a que pertenecemos, que, por consiguiente, no es nosotros mismos, sino la sociedad viviendo y actuando en nosotros; otra que, por el contrario, sólo nos representa a nosotros en lo que tenemos de personal y de distinto, en lo que hace de nosotros un individuo (14). La solidaridad que deriva de las semejanzas alcanza su maximum cuando la conciencia colectiva recubre exactamente nuestra conciencia total y coincide en todos sus puntos con ella; pero, en ese momento, nuestra individualidad es nula. No puede nacer como la comunidad no ocupe menos lugar en nosotros. Hay allí dos fuerzas contrarias, una centrípeta, otra centrífuga, que no pueden crecer al mismo tiempo. No podemos desenvolvernos a la vez en dos sentidos tan opuestos. Si tenemos una viva inclinación a pensar y a obrar por nosotros mismos, no podemos encontrarnos fuertemente inclinados a pensar y a obrar como los otros. Si el ideal es crearse una fisonomía propia y personal, no podrá consistir en asemejarnos a todo el mundo. Además, desde el momento en que esta solidaridad ejerce su acción, nuestra personalidad se desvanece, podría decirse, por definición, pues ya no somos nosotros mismos, sino el ser colectivo.
Las moléculas sociales, que no serían coherentes más que de esta única manera, no podrían, pues, moverse con unidad sino en la medida en que carecen de movimientos propios, como hacen las moléculas de los cuerpos inorgánicos. Por eso proponemos llamar mecánica a esa especie de solidaridad. Esta palabra no significa que sea producida por medios mecánicos y artificiales. No la nombramos así sino por analogía con la cohesión que une entre sí a los elementos de los cuerpos brutos, por oposición a la que constituye la unidad de los cuerpos vivos. Acaba de justificar esta denominación el hecho de que el lazo que así une al individuo a la sociedad es completamente análogo al que liga la cosa a la persona. La conciencia individual, considerada bajo este aspecto, es una simple dependencia del tipo colectivo y sigue todos los movimientos, como el objeto poseído sigue aquellos que le imprime su propietario. En las sociedades donde esta solidaridad está más desenvuelta, el individuo no se pertenece, como más adelante veremos; es literalmente una cosa de que dispone la sociedad. Así, en esos mismos tipos sociales, los derechos personales no se han distinguido todavía de los derechos reales.
Otra cosa muy diferente ocurre con la solidaridad que produce la división del trabajo. Mientras la anterior implica la semejanza de los individuos, ésta supone que difieren unos de otros. La primera no es posible sino en la medida en que la personalidad individual se observa en la personalidad colectiva; la segunda no es posible como cada uno no tenga una esfera de acción que le sea propia, por consiguiente, una personalidad. Es preciso, pues, que la conciencia colectiva deje descubierta una parte de la conciencia individual para que en ella se establezcan esas funciones especiales que no puede reglamentar; y cuanto más extensa es esta región, más fuerte es la cohesión que resulta de esta solidaridad. En efecto, de una parte, depende cada uno tanto más estrechamente de la sociedad cuanto más dividido está el trabajo, y, por otra parte, la actividad de cada uno es tanto más personal cuanto está más especializada. Sin duda, por circunscrita que sea, jamás es completamente original; incluso en el ejercicio de nuestra profesión nos conformamos con usos y prácticas que nos son comunes con toda nuestra corporación. Pero, inclusive en ese caso, el yugo que sufrimos es menos pesado que cuando la sociedad entera pesa sobre nosotros, y deja bastante más lugar al libre juego de nuestra iniciativa. Aquí, pues, la individualidad del todo aumenta al mismo tiempo que la de las partes; la sociedad hácese más capaz para moverse con unidad, a la vez que cada uno de sus elementos tiene más movimientos propios. Esta solidaridad se parece a la que se observa en los animales superiores. Cada órgano, en efecto, tiene en ellos su fisonomía especial, su autonomía, y, sin embargo, la unidad del organismo es tanto mayor cuanto que esta individuación de las partes es más señalada. En razón a esa analogía, proponemos llamar orgánica la solidaridad debida a la división del trabajo.
Solidaridad e individuo
…la característica única que, según parece, presentan por igual todas las ideas, como todos los sentimientos religiosos, es la de ser comunes a un cierto número de individuos que viven juntos, y, además, la de poseer una intensidad media bastante elevada. Es, en efecto, un hecho constante que, cuando una convicción un poco fuerte se comparte por una misma comunidad de hombres, inevitablemente toma un carácter religioso; inspira a las conciencias la misma respetuosa reverencia que las creencias propiamente religiosas. Es, pues, muy probable —esta breve exposición no deberá, sin duda, constituir una demostración religiosa—que la religión corresponda a una región igualmente muy central de la conciencia común. Verdad es que queda por circunscribir esta región, distinguirla de la que corresponde al derecho penal, y con la cual, sin duda, con frecuencia se confunde, en todo o en parte. Son éstas, cuestiones a estudiar, pero cuya solución no interesa directamente a la conjetura muy verosímil que acabamos de hacer.
Ahora bien, es una verdad que la historia ha puesto fuera de duda, la de que la religión abarca una porción cada vez más pequeña de la vida social. Originariamente se extendía a todo; todo lo que era social era religioso; ambas palabras eran sinónimas. Después, poco a poco, las funciones políticas, económicas, científicas, se independizan de la función religiosa, se constituyen aparte y adquieren un carácter temporal cada vez más acusado. Dios, si así cabe expresarse, que en un principio estaba presente en todas las relaciones humanas, progresivamente se va retirando; abandona el mundo a los hombres y sus disputas. A lo más, si continúa dominándolo, es desde lo alto y desde lejos, y la acción que ejerce, al devenir más general y más indeterminada, deja un lugar mayor al libre juego de las fuerzas humanas. Se siente, pues, al individuo; realmente es menos manejado; deviene, además, una fuente de actividad espontánea. En una palabra, no sólo no aumenta el dominio de la religión a la vez que el de la vida temporal y en igual medida, sino que por momentos se restringe más. Esta regresión no ha comenzado en tal o cual momento de la historia; pero cabe seguir sus fases desde los orígenes de la evolución social. Está ligada, pues, a las condiciones fundamentales del desenvolvimiento de las sociedades y es testigo así de que hay un número cada vez menor de creencias y de sentimientos colectivos que son lo bastante colectivos y lo bastante fuertes para tomar un carácter religioso. Quiere esto decir que la intensidad media de la conciencia común se va ella misma debilitando.
Tal demostración tiene sobre la precedente una ventaja: permite afirmar que la misma ley de regresión se aplica al elemento representativo de la conciencia común que al elemento afectivo. A través del derecho penal no podemos alcanzar más que los fenómenos de sensibilidad, mientras que la religión comprende, aparte de los sentimientos, las ideas y las doctrinas.
Todo concurre así a probar que la evolución de la conciencia común se realiza en el sentido que hemos indicado. Probablemente progresa menos que las conciencias individuales; en todo caso, se hace más débil y más vaga en su conjunto. El tipo colectivo pierde relieve, las formas son más abstractas y más indecisas. Sin duda que si esta decadencia fuera, como con frecuencia se inclina uno a creer, un producto original de nuestra civilización más reciente, y un acontecimiento único en la historia de las sociedades, cabría preguntar si sería duradera; mas, en realidad, prodúcese sin interrupción desde los tiempos más lejanos. Tal es lo que nos hemos dedicado a demostrar. El individualismo, el libre pensamiento, no datan ni de nuestros días, ni de 1789, ni de la reforma, ni de la escolástica, ni de la caída del politeísmo grecolatino o de las teocracias orientales. Es un fenómeno que no comienza en parte alguna, sino que se desenvuelve, sin detenerse, durante todo el transcurso de la historia. Seguramente que ese movimiento no es rectilíneo. Las nuevas sociedades que reemplazan a los tipos sociales estancados jamás comienzan su carrera en el punto preciso en que aquellas han terminado la suya. ¿Cómo podría ser esto posible? Lo que el niño continúa no es la vejez o la edad madura de sus padres, sino su propia infancia. Si, pues, quiere uno darse cuenta del camino recorrido, es preciso considerar a las sociedades sucesivas en un mismo momento de su vida. Es preciso, por ejemplo, comparar las sociedades cristianas de la Edad Media con la Roma primitiva, ésta con la ciudad griega de los orígenes, etc. Compruébase entonces que ese progreso o, si se quiere, esta regresión, se ha realizado, por decirlo así, sin solución de continuidad. Hay, pues, ahí una ley invariable contra la que sería absurdo rebelarse.
No quiere esto decir, sin embargo, que la conciencia común se halle amenazada de desaparecer totalmente. Sólo que consiste, cada vez más, en maneras de pensar y de sentir muy generales e indeterminadas que dejan sitio libre a una multitud creciente de disidencias individuales. Hay, sin embargo, un sitio en el que se ha afirmado y precisado, y es aquel desde el cual contempla al individuo. A medida que todas las demás creencias y todas las demás prácticas adquieren un carácter cada vez menos religioso, el individuo se convierte en el objeto de una especie de religión. Sentimos un culto por la dignidad de la persona que, como todo culto fuerte, tiene ya sus supersticiones Es, si se quiere, una fe común, pero, en primer lugar, no es posible sino a costa de la ruina de los otros y, por consiguiente, no deberá producir los mismos efectos que esa multitud de creencias extinguidas. No hay compensación. Pero, además, si es común en tanto en cuanto es compartida por la comunidad, es individual por su objeto. Si orienta todas las voluntades hacia un mismo fin, este fin no es social. Tiene, pues, una situación completamente excepcional en la conciencia colectiva. Es indudablemente de la sociedad de donde extrae todo lo que tiene de fuerza, pero no es a la sociedad a la que nos liga, es a nosotros mismos. Por consiguiente, no constituye un verdadero lazo social. De ahí que se haya podido reprochar con justicia a los teóricos que han hecho de ese sentimiento la base de su doctrina moral, que provocan la disolución de la sociedad. Podemos terminar, pues, diciendo que todos los lazos sociales que resultan de la semejanza progresivamente se aflojan.
Se basta por sí sola esta ley para mostrar toda la grandeza de la función de la división del trabajo. En efecto, puesto que la solidaridad mecánica va debilitándose, es preciso, o que la vida propiamente social disminuya, o que otra solidaridad venga poco a poco a sustituir la que se va. Es necesario escoger. En vano sostiénese que la conciencia colectiva se extiende y se fortifica al mismo tiempo que la de los individuos.
Acabamos de probar que esos dos términos varían en sentido inverso uno a otro. Sin embargo, el progreso social no consiste en una disolución continua; todo lo contrario, cuanto más se avanza más profundo es el propio sentimiento, y el de su unidad, en las sociedades. Necesariamente, pues, tiene que existir otro lazo social que produzca ese resultado; ahora bien, no puede haber otro que el que deriva de la división del trabajo.
Si, además, recordamos que, incluso allí donde ofrece más resistencia, la solidaridad mecánica no liga a los hombres con la misma fuerza que la división del trabajo, y que, por otra parte, deja fuera de su acción la mayor parte de los fenómenos sociales actuales, resultará más evidente todavía que la solidaridad social tiende a devenir exclusivamente orgánica. Es la división del trabajo la que llena cada vez más la función que antes desempeñaba la conciencia común; ella es principalmente la que sostiene unidos los agregados sociales de los tipos superiores.
Tipos de sociedad (op. cit. pág. 207-217)
a) Sociedad segmentaria
Constituye, pues, una ley histórica el que la solidaridad mecánica, que en un principio se encuentra sola o casi sola, pierda progresivamente terreno, y que la solidaridad orgánica se haga poco a poco preponderante. Más cuando la manera de ser solidarios los hombres se modifica, la estructura de las sociedades no puede dejar de cambiar. La forma de un cuerpo se transforma necesariamente cuando las afinidades moleculares no son ya las mismas. Por consiguiente, si la proposición precedente es exacta, debe haber dos tipos sociales que correspondan a esas dos especies de solidaridad.
Si se intenta constituir con el pensamiento el tipo ideal de una sociedad cuya cohesión resultare exclusivamente de semejanzas, deberá concebírsela como una masa absolutamente homogénea en que las partes no se distinguirían unas de otras, y, por consiguiente, no estarían coordinadas entre sí; en una palabra, estaría desprovista de toda forma definida y de toda organización. Este sería el verdadero protoplasma social, el germen de donde surgirían todos los tipos sociales. Proponemos llamar horda al agregado así caracterizado.
Verdad es que, de una manera completamente auténtica, todavía no se han observado sociedades que respondieran en absoluto a tal descripción. Sin embargo, lo que hace que se tenga derecho a admitir como un postulado su existencia, es que las sociedades inferiores, las que están, por consiguiente, más próximas a esa situación primitiva, se hallan formadas por una simple repetición de agregados de ese género. Encuéntrase un modelo, perfectamente puro casi, de esta organización social entre los indios de América del Norte. Cada tribu iroquesa, por ejemplo, hállase formada de un cierto número de sociedades parciales (las que más, abarcan ocho) que presentan los caracteres que acabamos de indicar. Los adultos de ambos sexos son entre sí iguales unos a otros. Las sachems y los jefes que se hallan a la cabeza de cada uno de esos grupos, y cuyo consejo administra los asuntos comunes de la tribu, no gozan de superioridad alguna (…)
Damos el nombre de clan a la horda que ha dejado de ser independiente para devenir elemento de un grupo más extenso; y el de sociedades segmentarias a base de clans a los pueblos constituidos por una asociación de clans. Decimos de estas sociedades que son segmentarias, para indicar que están formadas por la repetición de agregados semejantes entre sí, análogos a los anillos de los anélidos; y de este agregado elemental que es un clan, porque ese nombre expresa mejor la naturaleza mixta, a la vez familiar y política. Es una familia, en cuanto todos los miembros que la componen se consideran como parientes unos de otros, y que de hecho son, en su mayor parte, consanguíneos. Las afinidades que engendra la comunidad de la sangre son principalmente las que les tienen unidos. Además, sostienen unos con otros relaciones que se pueden calificar de domésticas, puesto que se las vuelve a encontrar en otras sociedades en las que el carácter familiar no se pone en duda; me refiero a la venganza colectiva, a la responsabilidad colectiva y, desde que la propiedad individual comienza a aparecer, a la herencia mutua. Pero, de otra parte, no es una familia en el sentido propio de la palabra, pues para formar parte de ella no es necesario tener con los otros miembros relaciones definidas de consanguinidad. Basta con presentar un criterio externo, que consiste, generalmente, en el hecho de llevar un mismo nombre. Aunque ese signo sea considerado como muestra de un origen común, un estado civil semejante constituye en realidad una prueba poco demostrativa y muy fácil de imitar. Así, un clan cuenta con muchos extranjeros, lo cual le permite alcanzar dimensiones que jamás tiene una familia propiamente dicha; con frecuencia comprende muchos miles de personas. Constituye, por lo demás, la unidad política fundamental; los jefes de los clans son las únicas autoridades sociales.
Podría también calificarse esta organización de político familiar. No sólo el clan tiene por base la consanguinidad, sino que los diferentes clans de un mismo pueblo se consideran con mucha frecuencia como emparentados unos con otros. Entre los iroqueses se trataban, según los casos, como hermanos o como primos. Entre los hebreos, que presentan, según veremos, los rasgos más característicos de la misma organización social, el anciano de cada uno de los clans que componen la tribu se estima que desciende del fundador de esta última, se le mira como a uno de los hijos del padre de la raza. Pero esta denominación tiene sobre la precedente el inconveniente de no poner de relieve lo que constituye la estructura propia de esas sociedades.
Pero, sea cual fuere la manera como se la denomine, esta organización, lo mismo que la de la horda, de la cual no es más que una prolongación, no supone, evidentemente, otra solidaridad que la que deriva de las semejanzas, puesto que la sociedad está formada de segmentos similares y que éstos, a su vez, no encierran más que elementos homogéneos. Sin duda que cada clan tiene una fisonomía propia, y, por consiguiente, se distingue de los otros; pero también la solidaridad es tanto más débil cuanto más heterogéneos son aquéllos, y a la inversa. Para que la organización segmentaria sea posible, es preciso, a la vez, que los segmentos se parezcan, sin lo cual no estarían unidos, y que se diferencien, sin lo cual se confundirían unos con otros y se destruirían. Según las sociedades, esas dos necesidades contrarias encuentran satisfacción en proporciones diferentes; pero el tipo social continúa el mismo.
b) Sociedad con división del trabajo.
Otra es completamente la estructura de las sociedades en que la solidaridad orgánica es preponderante.
Están constituidas, no por una repetición de segmentos similares y homogéneos, sino por un sistema de órganos diferentes, cada uno con su función especial y formados, ellos mismos, de partes diferenciadas. A la vez que los elementos sociales no son de la misma naturaleza, tampoco se hallan dispuestos de la misma forma. No se encuentran ni yuxtapuestos linealmente, como los anillos de un anélido, ni encajados unos en otros, sino coordinados y subordinados unos a otros, alrededor de un mismo órgano central que ejerce sobre el resto del organismo una acción moderatriz. Este mismo órgano no tiene ya el carácter que en el caso precedente, pues, si los otros dependen de él, él depende a su vez de ellos. Sin duda que hay todavía una situación particular y si se quiere privilegiada; pero es debida a la naturaleza del papel que desempeña y no a una causa extraña a esas funciones, a una fuerza cualquiera que se le comunica desde fuera. Sólo tiene elemento temporal y humano; entre él y los demás órganos no hay más que diferencias de grados. Por eso, en el animal, la preeminencia del sistema nervioso sobre los demás sistemas se reduce al derecho, si así puede hablarse, de recibir un alimento más escogido y a tomar su parte antes que los demás; pero tiene necesidad de ellos como ellos tienen necesidad de él.
Este tipo social descansa sobre principios hasta tal punto diferentes del anterior, que no puede desenvolverse sino en la medida en que aquel va borrándose. En efecto, los individuos se agrupan en él, no ya según sus relaciones de descendencia, sino con arreglo a la naturaleza particular de la actividad social a la cual se consagran. Su medio natural y necesario no es ya el medio natal sino el medio profesional. No es ya la consanguinidad, real o ficticia, la que señala el lugar de cada uno, sino la función que desempeña. No cabe duda que, cuando esta nueva organización comienza a aparecer, intenta utilizar la existente y asimilársela. La manera como las funciones entonces se dividen está calcada, con la mayor fidelidad posible, sobre la división ya existente en la sociedad. Los segmentos, o al menos los grupos de segmentos unidos por afinidades especiales, se convierten en órganos. Así, los clans cuyo conjunto forma la tribu de los Levitas apropiarse en el pueblo hebreo las funciones sacerdotales. De una manera general, las clases y las castas no tienen realmente ni otro origen ni otra naturaleza: provienen de la mezcla de la organización profesional naciente con la organización familiar prexistente. Pero este arreglo mixto no puede durar mucho tiempo, pues entre los dos términos que intenta conciliar hay un antagonismo que necesariamente acaba por explotar. No hay más que una división del trabajo muy rudimentaria, que pueda adaptarse a estos moldes rígidos, definidos, y que no han sido hechos para ella. No se puede desarrollar más que libertándose de esos cuadros que la encierran. Desde que rebasa un cierto grado de desenvolvimiento, no hay ya relación, ni entre el número inmutable de los segmentos y el de las funciones siempre crecientes que se especializan, ni entre las propiedades hereditariamente fijadas desde un principio y las nuevas aptitudes que las segundas reclaman. Es preciso, pues, que la materia social entre en combinaciones enteramente nuevas para organizarse sobre bases completamente diferentes. Ahora bien, la antigua estructura, en tanto persiste, se opone a ello; por eso es necesario que desaparezca.
División del trabajo anómico Libro III, Capitulo I (op. cit. pág. 415-433)
Hasta ahora hemos estudiado la división del trabajo como un fenómeno normal; pero, como todos los hechos sociales y, más generalmente, como todos los hechos biológicos, presenta formas patológicas que es necesario analizar. Si, normalmente, la división del trabajo produce la solidaridad social, ocurre, sin embargo, que los resultados son muy diferentes e incluso opuestos. Ahora bien, importa averiguar lo que la hace desviarse en esa forma de su dirección natural.
Cabe sentir la tentación de colocar entre las formas irregulares de la división del trabajo la profesión del criminal y las demás profesiones nocivas. Constituyen la negación misma de la solidaridad, y, por tanto, están formadas por otras tantas actividades especiales. Pero, hablando con exactitud, no hay aquí división del trabajo sino pura y simple diferenciación, y ambos términos piden no ser confundidos. Así, en el cáncer, los tubérculos aumentan la diversidad de los tejidos orgánicos sin que sea posible ver en ellos una nueva especialización de las funciones biológicas . En todos esos casos, no hay división de una función común sino que en el seno del organismo, ya individual, ya social, se forma otro que busca vivir a expensas del primero. No hay incluso función, pues una manera de actuar no merece ese nombre, como no concurra con otras al mantenimiento de la vida general. Esta cuestión no entra, pues, dentro del marco de nuestra investigación.
Un primer caso de ese género nos lo proporcionan las crisis industriales o comerciales, con las quiebras, que son otras tantas rupturas parciales de la solidaridad orgánica; son testimonio, en efecto, de que, en ciertas partes del organismo, ciertas funciones sociales no se ajustan unas a otras. Ahora bien, a medida que el trabajo se divide más, esos fenómenos parecen devenir más frecuentes, al menos en ciertos casos.
El antagonismo entre el trabajo y el capital es otro ejemplo más evidente del mismo fenómeno. A medida que las funciones industriales se especializan, lejos de aumentar la solidaridad, la lucha se hace más viva.
Verdad es que en el capítulo siguiente veremos cómo esta tensión de las relaciones sociales es debida, en parte, a que las clases obreras verdaderamente no quieren la condición que se les ha hecho, sino que la aceptan con frecuencia obligadas y forzadas al no tener medios para conquistar otra. Sin embargo, esta coacción no produce por sí sola el fenómeno. En efecto, pesa por igual sobre todos los desheredados de la fortuna, de una manera general, y, sin embargo, tal estado de hostilidad permanente es por completo característico del mundo industrial. Además, dentro de ese mundo, es la misma para todos los trabajadores sin distinción. Ahora bien, la pequeña industria, en que el trabajo se halla menos dividido, da el espectáculo de una armonía relativa entre el patrono y el obrero ; es sólo en la gran industria donde esas conmociones se encuentran en estado agudo. Así, pues, dependen en parte de otra causa.
(…) Si, en ciertos casos, la solidaridad orgánica no es todo lo que debe ser, no es ciertamente porque la solidaridad mecánica haya perdido terreno, sino porque todas las condiciones de existencia de la primera no se han realizado.
Sabemos, en efecto, que, donde quiera que se observa, se encuentra, al propio tiempo, una reglamentación suficientemente desenvuelta que determina las relaciones mutuas de las funciones . Para que la solidaridad orgánica exista no basta que haya un sistema de órganos necesarios unos a otros, y que sientan de una manera general su solidaridad; es preciso también que la forma como deben concurrir, si no en toda clase de encuentros, al menos en las circunstancias más frecuentes, sea predeterminada. Sabemos que el contrato no se basta a sí mismo sino que supone una reglamentación que se extiende y se complica como la vida contractual misma. Por otra parte, los lazos que tienen este origen son siempre de corta duración. El contrato no es más que una tregua y bastante precaria; sólo suspende por algún tiempo las hostilidades. No cabe duda que, por precisa que sea una reglamentación, dejará siempre espacio libre para multitud de tiranteces. Pero no es ni necesario, ni incluso posible, que la vida social se deslice sin luchas. El papel de la solidaridad no es suprimir la concurrencia, sino moderarla.
(...) Por lo demás, en estado normal, esas reglas se desprenden ellas mismas de la división del trabajo; son como su prolongación. Seguramente que, si no aproximara más que a individuos que se uniesen por algunos instantes en vista de cambiar servicios personales, no podría dar origen a acción reguladora alguna. Pero lo que pone en presencia son funciones, es decir, maneras definidas de obrar, que se repiten, idénticas a sí mismas, en circunstancias dadas, puesto que afectan a las condiciones generales y constantes de la vida social. Las relaciones que se anudan entre esas funciones no pueden, pues, dejar de llegar al mismo grado de fijeza y de regularidad. Hay ciertas maneras de reaccionar las unas sobre las otras que, encontrándose más conformes a la naturaleza de las cosas, se repiten con mayor frecuencia y devienen costumbres: después, las costumbres, a medida que toman fuerza, transformarse en reglas de conducta. El pasado predetermina el porvenir. Dicho de otra manera, hay un cierto grupo de derechos y deberes que el uso establece y que acaba por devenir obligatorio. La regla, pues, no crea el estado de dependencia mutua en que se hallan los órganos solidarios, sino que se limita a expresarlo de una manera sensible y definida en función de una situación dada. De la misma manera, el sistema nervioso, lejos de dominar la evolución del organismo, como antes se creía, es su resultante . Los nervios no son, realmente, más que las líneas de paso seguidas por las ondas de movimientos y de excitaciones cambiadas entre los órganos diversos; son canales que la vida se ha trazado a sí misma al correr siempre en él mismo sentido, y los ganglios no son más que el lugar de intersección de varias de esas líneas .
Ahora bien, en todos los casos que hemos descrito más arriba, esta reglamentación, o no existe, o no se encuentra en relación con el grado de desenvolvimiento de la división del trabajo. Lo cierto es que esa falta de reglamentación no permite la regular armonía de las funciones. Esas perturbaciones son, naturalmente, tanto más frecuentes cuanto más especializadas son las funciones, pues, cuanto más compleja es una organización, más se hace sentir la necesidad de una amplia reglamentación.
Si la división del trabajo no produce la solidaridad, es que las relaciones de los órganos no se hallan reglamentadas; es que se encuentran en un estado de anomia.
EMILE DURKHEIM - El suicidio Editorial Akal/Universitaria, 1985.
Presentación
En esta obra Durkheim quiere demostrar cómo un acontecimiento tan ligado a motivaciones individuales de las personas, que para entender sus causas habitualmente se recurre a razones psicológicas, podía ser explicado sociológicamente entendiendo que se trataba de un “hecho social”.
Es un trabajo de investigación realizado a partir del estudio comparativo de una serie de datos estadísticos disponibles en diferentes países europeos. Durkheim busca mostrar el vínculo existente entre distintos tipos de suicidio y diferentes formas de organización social. Así el suicidio que denomina egoísta es más frecuente en aquellas sociedades con división del trabajo creciente donde la conciencia individual se expande – de allí la denominación de egoísta - y se reduce la conciencia colectiva. Son sociedades con una integración social débil, son menos cohesionadas. El suicidio altruista se presenta con mayor frecuencia en sociedades fuertemente integradas donde los lazos sociales son fuertes y la conciencia colectiva envuelve las individualidades. Sociedades caracterizadas por un exceso de cohesión. El tercer tipo de suicidio es el anómico y es el que particularmente nos interesa. Lo que sigue es una selección de textos del capítulo referido al mismo.
El suicidio egoísta
Hemos establecido las tres proposiciones que siguen:
El suicidio varía en razón inversa al grado de integración de la sociedad religiosa.
El suicidio varía en razón inversa al grado de integración de la sociedad doméstica
El suicidio varía en razón inversa al grado de integración en la sociedad política.
Esta proximidad demuestra que, si esas diferentes sociedades tienen sobre el suicidio una influencia moderadora, no es por consecuencia de caracteres particulares de cada una de ellas, sino por una causa que es común a todas. No es a la naturaleza especial de los sentimientos religiosos a lo que la religión debe su eficacia, puesto que las sociedades domésticas y las sociedades políticas, cuando están fuertemente integradas, producen los mismos efectos. (…) La causa no puede encontrarse más que en una misma propiedad que poseen todos esos grupos sociales, aunque tal vez, en grados diferentes. Llegamos, pues, a esta conclusión general: El suicidio varía en razón inversa del grado de integración de los grupos sociales de los que forma parte el individuo.
Pero la sociedad no puede desintegrarse sin que, en la misma medida, no se desprenda el individuo de la idea social, sin que los fines propios no lleguen a preponderar sobre los fines comunes, sin que la personalidad particular, en una palabra, no tienda a ponerse por encima de la personalidad colectiva. Cuanto más debilitados son los grupos a que pertenece, menos depende de ellos, más se exalta a sí mismo para no reconocer otras reglas de conducta que las fundadas en sus intereses privados. Así, pues, si se conviene en llamar egoísmo a ese estado en que el yo individual se afirma con exceso frente al yo social y a expensas de este último, podremos dar el nombre de egoísta al tipo particular de suicidio que resulta de una individuación desintegrada.
El suicidio altruista
Algunas veces se ha dicho que el suicidio era desconocido de las sociedades inferiores. En esos términos la aseveración es inexacta.
El suicidio es, pues, bastante frecuente en los pueblos primitivos. Pero presenta en ellos caracteres muy particulares. Todos los hechos que acaban de relatarse entran, en efecto, en una de las tres categorías siguientes:
1º Suicidios de hombres llegados al dintel de la vejez o atacados de enfermedad.
2º Suicidios de mujeres a la muerte de su marido.
3º Suicidios de clientes o de servidores, a la muerte de sus jefes.
Ahora bien, en todos esos casos, si el hombre se mata, no es porque se arrogue el derecho de hacerlo, sino porque cree que ese es su deber, cosa bien distinta. Si falta a esta obligación, se le castiga con el deshonor y también, lo más a menudo, con penas religiosas.
De modo que el sacrificio que impone tiene fines sociales (…) Para que la sociedad pueda constreñir de este modo a algunos de sus miembros a matarse es necesario que la personalidad individual sea muy poca cosa (…) Para que el individuo ocupe tan poco lugar en la vida colectiva, es necesario que esté casi totalmente absorbido en el grupo y, en consecuencia que éste se halle muy fuertemente integrado. Para que las partes tengan tan poca existencia propia, es preciso que el todo forme una masa compacta y continua. Y, en efecto, en otra parte hemos mostrado, que esta cohesión maciza es, desde luego, la de las sociedades donde se observan las prácticas precedentes. Como no comprenden más que un pequeño número de elementos, todo el mundo vive allí la misma vida: todo es común a todo, ideas, sentimientos, ocupaciones. Al mismo tiempo, por lo mismo que el grupo es pequeño, está cerca de todos y así puede no perder a nadie de vista; resulta de ello que la vigilancia colectiva se lleva a cabo en todo momento, se extiende a todo y previene más fácilmente las divergencias. Faltan, pues, al individuo, los medios para crearse un ambiente especial, a cuyo abrigo puede desarrollar su naturaleza y hacerse una fisonomía propia. Distinto de sus compañeros, no es, por decirlo así, más que una parte alicua del todo, sin valor por sí mismo. Su persona tiene tan poco precio, que, los atentados dirigidos contra ella por los particulares, sólo son objeto de una represión relativamente indulgente. Desde luego, es más natural que esté aún menos protegido contra las exigencias colectivas, y que la sociedad, por el menor motivo, no duda en pedirle que ponga fin a una vida, que ella estima en tan poco.
Estamos, pues, en presencia de un tipo de suicidio que se distingue del precedente por caracteres definidos. Mientras que éste se debe a un exceso de individuación, aquél tiene por causa, una individuación demasiado rudimentaria. El uno, se produce porque la sociedad, disgregada en ciertos puntos, o aun en su conjunto, deja al individuo escapársele; el otro, porque le tiene muy estrechamente bajo su dependencia. Puesto que hemos llamado egoísmo, al estado en que se encuentra el yo cuando vive su vida personal y no obedece más que a sí mismo, la palabra altruismo expresa bastante bien el estado contrario, aquél en que el yo no se pertenece, en que se confunde con otra cosa que no es él, en que el polo de su conducta está situado fuera de él, en uno de los grupos de que forma parte. Por eso llamamos suicidio altruista, al que resulta de un altruismo intenso.
Suicido anómico
... si las crisis industriales y financieras aumentan los suicidios, no es por lo que empobrecen, puesto que las crisis de prosperidad tienen el mismo resultado; es porque son crisis, es decir, perturbaciones de orden colectivo.
Toda rotura de equilibrio, aun cuando de ella resulte un bienestar más grande y un alza de la vitalidad general, empuja a la muerte voluntaria. Cuantas veces se producen en el cuerpo social graves reorganizaciones, ya sean debidas a un súbito movimiento de crecimiento o a un cataclismo inesperado, el hombre se mata más fácilmente.
...Hay pues una verdadera reglamentación, que no por carecer siempre de una forma jurídica deja de fijar, con una precisión relativa, el máximum de bienestar que cada clase de sociedad puede legítimamente buscar o alcanzar. Por otra parte, la escala así establecida no tiene nada de inmutable. Cambiará según que la renta colectiva crezca o disminuya, y según los cambios que experimenten las ideas morales de la sociedad. Así es que lo que tiene carácter de lujo para una época, no lo tiene para otra; que el bienestar que durante largo tiempo no estaba asignado a una clase más que a título excepcional, acaba por parecer, como rigurosamente necesario y de estricta equidad.
Baja esta precisión, cada uno, en su esfera, se da cuenta vagamente del punto extremo a donde pueden ir sus ambiciones, y no aspira a nada más allá. Si, por lo menos, es respetuoso de la regla y dócil a la autoridad colectiva, es decir, si tiene una sana constitución moral, siente que no está bien exigir más. Así se marca a las pasiones un objetivo y un término.
... sólo que esta disciplina... no puede ser útil, más que si es considerada como justa por los pueblos que se le han sometido. Cuando no se mantiene más que por la habilidad y la fuerza, la paz y la armonía solo subsisten en apariencia; el espíritu de inquietud y el descontento están latentes; los apetitos, superficialmente contenidos, no tardan en desencadenarse. Es lo que ha sucedido en Roma y en Grecia, cuando las creencias, sobre las que reposaba la vieja organización del patriciado y de la plebe, se quebrantaron; en nuestras sociedades modernas, cuando los prejuicios aristocráticos empezaron a perder su ascendiente antiguo. Pero este estado de quebrantamiento es excepcional; no tiene lugar sino cuando la sociedad atraviesa alguna crisis enfermiza. Naturalmente el orden social se reconoce como equitativo por la gran generalidad de los sujetos. Cuando decimos pues, que es necesaria una autoridad para imponerlo a los particulares, de ningún modo entendemos que la violencia sea el solo medio de establecerlo. Porque esta reglamentación está destinada a contener las pasiones individuales, es preciso que emane de un poder que domine a los individuos, pero igualmente es preciso que se obedezca a este poder por respeto y no por temor.
Así, no es cierto que la actividad humana pueda estar libre de todo freno. Nada hay en el mundo capaz de gozar de tal privilegio. Porque todo ser, siendo una parte del universo, es relativo al resto del universo; en su naturaleza y la manera de manifestarla no depende, solamente de sí mismos, sino de los otros seres, que, por consiguiente, lo contienen y les dan reglas. Bajo este aspecto, no hay más que diferencias de grados y formas entre el mineral y el sujeto pensante. Lo que el hombre tiene de característico es que el freno a que está sometido no es físico, sino moral, es decir, social. Recibe su ley... de una conciencia superior a la suya cuya imperiosidad siente...
Solamente cuando la sociedad está perturbada, ya sea por crisis dolorosas o felices, por demasiado súbitas transformaciones, es transitoriamente incapaz de ejercer esta acción; y he aquí de donde vienen estas bruscas ascensiones de la curva de los suicidios.
En efecto, en los casos de desastres económicos, se produce como una descalificación, que arroja bruscamente a ciertos individuos en una situación inferior a la que ocupaban hasta entonces. Es preciso que rebajen sus exigencias, que restrinjan sus necesidades, que aprendan a contenerse más... Ahora bien, la sociedad no puede plegarlos en un instante a esta vida nueva y enseñarles a ejercer sobre sí mismos este aumento de continencia al que no se hayan acostumbrados. De ello resultan que no están ajustados a la condición que se les crea y hasta su perspectiva les es intolerable...
Ocurre del mismo modo si la crisis tiene por origen un brusco del poderío y de la fortuna... Hace falta tiempo para que los hombres y las cosas sean de nuevo clasificados por la conciencia pública. Hasta que las fuerzas sociales, así puestas en libertad, no hayan vuelto a encontrar el equilibrio, su valor respectivo permanece indeterminado y, por consecuencia, toda reglamentación es defectuosa durante algún tiempo. Ya no se sabe lo que es posible y lo que no lo es, lo que es justo y lo que es injusto, cuales son las reivindicaciones y las esperanzas legítimas, cuáles las que pasan de la medida.
... como las relaciones entre las diversas partes de la sociedad son necesariamente modificadas, las ideas que expresan esas relaciones no pueden permanecer las mismas. Tal clase, que la crisis ha favorecido más especialmente, no está ya dispuesta a la misma resignación y, de rechazo, el espectáculo de su mayor fortuna despierta alrededor y por debajo de ella toda clase de codicias. Así, los apetitos que no están contenidos... no saben dónde están los límites ante los que se deben detener... Los deseos se han exaltado. La presa más rica que se les ofrece los estimula, los hace más exigentes, más impacientes a toda regla, justamente cuando las reglas tradicionales han perdido su autoridad. El estado de irregularidad o de anomalía está, pues, reforzado por el hecho de que las pasiones se encuentran menos disciplinadas en el preciso momento en que tendrían necesidad de una disciplina más fuerte.
...se refiere a las transformaciones en su época en el mundo del comercio y la industria junto a la pérdida del imperio de la religión que dociliza y al poder gubernamental que aún no regula...
...Se tiene sed de cosas nuevas, de goces ignorados, de sensaciones sin nombre, pero que pierden todo su atractivo cuando son conocidas. Entonces, el menor revés que sobrevenga, faltan las fuerzas para soportarlo...
... en las sociedades donde el hombre está sometido a una sana disciplina, el hombre, se entrega, también más fácilmente a los golpes de la desgracia... Cuando no tiene otro objetivo que sobrepasar sin cesar el lugar que se ha alcanzado, Cuán doloroso es ser lanzado hacia atrás! Esta misma desorganización que caracteriza nuestro estado económico abre las puertas a todas las aventuras. Como las imaginaciones están ávidas de novedades y nada las regula, andan a tientas, al azar.
... Las funciones industriales y comerciales están , en efecto, entre las profesiones que proporcionan más suicidios...(en cambio) en la industria agrícola es donde los antiguos poderes reguladores hacen todavía sentir mejor su influencia y donde la fiebre de los negocios ha penetrado menos... Las clases inferiores tienen al menos su horizonte limitado por aquellas que les están superpuestas, y, por eso mismo, sus deseos son más definidos, Pero los que no tienen más que el vacío sobre ellos, están casi forzados a perderse en él, si no hay una fuerza que les impulse hacia atrás.
La anomia es pues, en nuestras sociedades modernas, un factor regular y específico de suicidios; una de las fuentes donde se alimenta el contingente anual. Estamos en presencia de un nuevo tipo (de suicidio) que debe distinguirse de los otros. Difiere de ellos en cuanto depende, no de la manera de estar ligados los individuos a la sociedad, sino del como ella los reglamente. El suicidio egoísta procede de que los hombres no perciben ya la razón de estar en la vida (producto de la individualización exagerada que produce depresión y melancolía cuando no hay otro ideal común); el suicidio altruista, de que esta razón les parece estar de la misma vida; la tercera clase de suicidio... de que su actividad está desorganizada y de lo que por esta razón sufren...
(El suicidio egoísta y el anómico) se producen por no estar la sociedad lo bastante presente ante los individuos. Pero la esfera de donde está ausente no es la misma. En el suicidio egoísta es a la actividad propiamente colectiva a quien hace falta, dejándola así desprovista de freno y significación. En el suicidio anómico son las pasiones propiamente individuales las que la necesitan y quedan sin norma que las regule... Así no es en los mismos medios sociales donde estas dos especies de suicidios reclutan su principal clientela; el uno elige el terreno de las carreras intelectuales, el mundo donde se piensa; el otro, el mundo industrial y comercial.
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