sábado, 29 de agosto de 2009

Trabajo Práctico N° 3


Textos
DURKHEIM, E. (1987) Las reglas del método sociológico
DURKHEIM, E. (1985) La división del trabajo social.
DURKHEIM, E. (1993) El suicidio, Akal-Universitaria, Madrid.

Actividades:

1. A partir del texto seleccionado del Prefacio a las Reglas del Método Sociológico señales las principales características que establece Durkheim del hecho social.
2. Vinculen los tipos de sociedad, tipos de solidaridad y los tipos de derecho propuestos por Durkheim.
3. ¿Cuáles son los sentidos de la noción de anomia en Durkheim? ¿Cómo se vincula con la noción de sociedad del texto de Yudi visto en la Unidad 1?
4. Lean los tres artículos periodísticos y elaboren un breve comentario imaginando la respuesta que hubiese brindado Durkheim si el periodista lo consultaba como experto sobre tipos de suicidio.

Suicidios colectivos rituales: un análisis interdisciplinario*

Jorge Erdely Graham**

* Copyright © 1999 por Jorge Erdely. Todos los derechos reservados.
** Licenciado en ciencias biológicas por la Universidad de Mary Hardyn-Baylor. Profesor de teología con énfasis en religiones comparadas, y escritor de varios libros entre los que destaca el Best-Seller Pastores que Abusan. Actualmente realiza estudios de doctorado en filosofía y ciencias de la educación en la Universidad de Newport, California. Es director académico del Centro de Investigaciones del Instituto Cristiano de México.
Correo elctrónico: ICM@compuserve.com

Ritual Collective Suicides: An Interdisciplinary Analysis
Abstract. Ritual collective suicides are growing non-typical, historical and sociological events, which have appeared close to the turn of the coming millennium. This phenomenon, along with the cases of sectarian terrorism, has occured in different cultures and social strata. People from a variety of ethnic backgrounds and countries have been involved in this sort of rituals. Messianic leaderships and unconditional obedience are the ever present factors in communiies involved in this type of behavior.

Introducción

El pasado 18 de noviembre de 1998 se cumplió el veinte aniversario del suicidio colectivo de casi mil personas en Jonestown, Guyana. Esa fatídica tarde, cientos de personas, incluidos niños, obedecieron la orden del reverendo Jim Jones de beber cianuro de potasio disuelto en refresco. Aquéllos que se negaron fueron asesinados por la guardia paramilitar de Jones. El resultado fueron 914 muertos de la secta Templo del Pueblo, incluido el propio líder (Tobias y Lalich, 1994).
El evento de Jim Jones inauguró la era moderna de los suicidios rituales colectivos que se vienen suscitando con mayor incidencia conforme se acerca el próximo fin de milenio. Quince años más tarde, el 19 de abril de 1993, David Koresh, dirigente de los davidianos se autoinmoló junto con más de 80 seguidores (Samples et al., 1994). Semanas antes, Koresh y 528 de los suyos habían protagonizado un enfrentamiento a tiros con la policía que dejó seis agentes federales y cuatro miembros de la secta muertos además de 20 heridos. El lugar de los hechos fue el rancho Monte Carmelo, en Waco, Texas.
En octubre de 1994, la sociedad esotérica secreta conocida como Orden del Templo Solar sorprendió a los analistas socio-religiosos. Luc Jouret, homeópata de profesión, efectuó, junto con sus seguidores, suicidios diferidos en Suiza y Canadá. 48 individuos murieron en el primer país y desde entonces hasta la fecha se han añadido más de 18 personas a la lista (Abanes, 1998). Las investigaciones más recientes indican que no todos los casos fueron realmente suicidios. Varios fueron homicidios y además, previamente, se han documentado casos de ejecuciones de disidentes (Harris, 1977).

I. Mesías modernos y terrorismo apocalíptico

Un año antes de que iniciaran los eventos de la Orden del Templo Solar, precisamente en noviembre, las autoridades locales de Ucrania impidieron el suicidio, públicamente anunciado, de los seguidores de Marina Tsvigun, quien afirma ser la encarnación de Jesucristo. Para prevenir la tragedia, las autoridades arrestaron a 779 de sus seguidores en Kiev, incluyendo a la lideresa, quien fue puesta en prisión (Abanes, op. cit.). El culto a Marina Tsvigun, quien se hace llamar también María Devi Christ, tiene alrededor de 150 mil seguidores distribuidos en distintos países de la desaparecida Unión Soviética. El grupo es conocido como La Fraternidad Blanca.
Los efectos de la influencia social de distintos líderes religiosos con personalidad mesiánica no se restringen a inducir suicidios colectivos o a ordenar la desaparición de disidentes. En muchas ocasiones la misma violencia que se genera en el interior de dichas comunidades religiosas, es canalizada para incitar actos de violencia irracional contra los de afuera.
Un ejemplo de esto es lo que sucedió la mañana del 20 de marzo de 1995 en Tokio, Japón. Shoko Asahara, gurú de la comuna neo-budista Aum Shinrikyo (Verdad Suprema), ordenó a sus seguidores colocar bombas con gas sarín neurotóxico para atacar a los usuarios de transporte del metro. El atentado, cuidadosamente planeado para llevarse a cabo en las horas de más afluencia, dejó como saldo doce muertos y más de seis mil personas intoxicadas (Kaplan y Marshall, 1996).
Seis semanas después, un error en el mecanismo de acción de otra bomba colocada por miembros de la Verdad Suprema en los andenes del tren subterráneo evitó una tragedia de proporciones inimaginables. El artefacto explosivo, ubicado para ser succionado por el sistema de ventilación, contenía una mezcla volátil de cianuro e hidrógeno que, según los especialistas, hubiera terminado con la vida de 20,000 personas casi instantáneamente. Fueron escasos minutos los que faltaron para que el apocalipsis japonés que había predicho Shoko Asahara comenzara a cumplirse (ibid.).
Como Kaplan y Marshall señalan en su investigación, vale la pena hacer notar que el terrorismo con armas químicas en la era moderna no lo inauguró un grupo guerrillero con fines políticos, sino una secta destructiva (Erdely, 1997).
En mayo de 1981, el gurú Bhagwan Shree Rajneesh dejó su país natal, la India, para establecer una enorme comuna en el estado de Oregon, en los Estados Unidos. Rajneesh, conocido también como el gurú del sexo, había realizado previamente en su país experimentos con seres humanos sin supervisión médica y muchas veces sin su consentimiento. Todos los participantes eran fervorosos adeptos de los sanyassines.
Las novedosas pseudoterapias religiosas New Age que aplicó el gurú dejaron una larga lista de personas con trastornos que iban desde psicosis inducidas hasta conductas suicidas. Existen prácticas documentadas, durante los inicios del grupo, de violaciones tumultuarias como parte de sus ritos. Los problemas legales que tuvieron en la India, y que dieron lugar a que el grupo tuviera que salir huyendo, no impidieron que los sanyassines de Bhagwan Rajneesh recibiera reconocimiento oficial como religión por parte de las autoridades de Estados Unidos. Los sanyassines establecieron una comuna con varios miles de seguidores cerca del poblado de Antelope, Oregon. A pesar de tener nexos comprobados con el narcotráfico, de que se violaban los derechos de los niños al negarles la educación, y de que muchos de los mismos eran víctimas de abuso sexual en el interior de la comuna, el poderío económico de los sanyassines, aunado a una intrincada red de complicidades políticas, impidió durante largo tiempo que sus actividades fueran expuestas públicamente. A esto contribuyeron también especialistas en manejo de imagen pública, renombrados bufetes jurídicos y sobre todo el status legal de religión que les otorgó el gobierno (Jeremiah Films, 1986).
Las autoridades federales de los Estados Unidos nunca imaginaron el costo que tendría el haber otorgado dicho reconocimiento. Al igual que en el caso de la Verdad Suprema, a los sanyassines les resultó particularmente redituable la estrategia de gritar "intolerancia religiosa" cada vez que los medios de comunicación o grupos defensores de los derechos humanos denunciaban las actividades ilícitas de la organización.
Finalmente, el procurador del estado de Oregon se vio forzado a intervenir debido a que los sanyasinnes crearon un conflicto político al tratar de adueñarse de puestos claves de la administración pública del condado y al influir en las elecciones a través de la importación masiva de desempleados de otros estados a su comuna a cambio de votos. La maniobra fue denunciada por distintas organizaciones ciudadanas y el fbi investigó las actividades de la secta, lo que lo llevó a descubrir un complot de Rajneesh y sus seguidores para envenenar la presa que abastecía de agua a la población de The Dalles, Oregon. El plan se logró impedir, pero las investigaciones revelaron que anteriormente el grupo había sembrado cultivos bacteriológicos de salmonella en distintos restaurantes del condado sede para castigar a los pobladores de Antelope por no comulgar con sus creencias y oponerse a su proyecto político teocrático. El resultado fue de 700 intoxicados, incluyendo niños (ibid.).
Bhagwan Shree Rajneesh sólo se declaró culpable de dos de los once cargos que se le imputaban. Después de todo, él no había depositado directamente los cultivos de salmonella. Se esperaba una larga y costosa batalla jurídica para lo cual Rajneesh contaba con un ejército de abogados y millonarias cuentas bancarias. Finalmente, se le sentenció a 10 años de cárcel y posteriormente fue deportado de los Estados Unidos, además de que pagó una multa de 450,000 dólares. Los más de 90 Rolls Royce de Rajneesh y el campo de entrenamiento paramilitar con decenas de rifles ak-47 quedaron abandonados cuando, una vez más, sus seguidores tuvieron que emigrar a otro país, esta vez bajo el liderazgo sustituto de Sheela, la secretaria personal de Bhagwan. El nombre del gurú, Bhagwan Shree Rajneesh, significa Señor Dios del Universo. Él afirmaba ser una reencarnación divina (ibid.).
Actualmente, distintos especialistas monitorean el surgimiento de otro culto religioso apocalíptico relativamente desconocido: Jombola. Gestado en la empobrecida República Africana de Sierra Leona, en un contexto de intensa crisis sociopolítica, Jombola es dirigido por el místico Pa Kujah, quien junto con sus seguidores ha asesinado a 30 personas en sólo doce meses en nombre del pensamiento mágico (Fofana, 1997).
El caso más reciente (ibid.) de suicidio colectivo por motivos religiosos que ha atraído la atención de la opinión pública y de los medios de comunicación, fue el que involucró a 39 seguidores de Heaven's Gate, un reducido grupo religioso clasificado como un movimiento sincrético (Abanes, op. cit.).
Marshall Applewhite, maestro de música que tenía una particular atracción por los ovnis y fundador de Puerta del Cielo, afirmaba ser un extraterrestre encarnado: específica-mente e.t., el mítico personaje de la película de Steven Spielberg. Para otros de sus seguidores era Jesucristo mismo.
Applewhite y el resto de sus discípulos dejaron de existir entre el 24 y el 27 de marzo de 1997, después de ingerir una mezcla de fenobarbital con vodka. Cuando esto no bastó para terminar con sus vidas, se recurrió al suicidio por asfixia, colocando bolsas de plástico sobre el rostro de algunos de los participantes (Gleick, 1977).
Al final se encontraron, en sus respectivas camas, los cadáveres de hombres y mujeres de apariencia andrógina, todos vestidos de negro, con cortes similares de pelo y cubiertos con un paño en forma de diamante de color púrpura.
El rito final de los integrantes del grupo Puerta del Cielo tenía como objetivo, según su marco doctrinal, liberarlos de sus cuerpos para poder unirse a una nave espacial que, de acuerdo con su líder, venía detrás del cometa Hale-Bopp, visible en esos días desde la Tierra (Thomas, 1977).
Los anteriores son algunos de los eventos de suicidio colectivo ritual que por sus características han llamado más la atención de investigadores sociales, medios de comunicación y opinión pública en las últimas dos décadas.
Sin embargo, éstos no han sido únicos. En México y Corea del Sur, por ejemplo, también han ocurrido hechos similares, aunque en menor escala.
Por su parte, los casos de La Verdad Suprema y los sanyassines de Bhagwan Rajneesh son ejemplos de organizaciones religiosas que realizan actos de violencia a gran escala contra la sociedad en general, o contra aquellos sectores de la misma que perciben como obstáculos para la propagación de determinadas creencias o simplemente para cumplir predicciones apocalípticas. Otro caso relativamente reciente, que está en la mesa de discusión, es el de Timothy McVeigh, autor del bombazo al edificio de oficinas federales en Oklahoma el 19 de abril de 1995. El atentado se llevó a cabo como represalia, precisamente en el segundo aniversario de la confrontación de la policía estadounidense con los davidianos de Waco, y dejó como saldo 168 víctimas, incluyendo niños (Russakoff y Kovaleski, 1995), McVeigh era simpatizante de milicias fundamentalistas de extrema derecha.

II. Una variante atípica del fenómeno del suicidio

El análisis de los casos anteriores desde una perspectiva interdisciplinaria, arroja como resultado datos que aportan claves importantes para tener una mejor comprensión del fenómeno del suicidio colectivo por motivos religiosos particularmente de su vinculación con los liderazgos mesiánicos.
Lo primero que salta a la vista al examinar dichos sucesos, es que estamos ante una variante bastante compleja del fenómeno social del suicidio.
Según la ciencia médica, la causa de suicidio que tiene primer lugar en incidencia en todo el mundo es la depresión clínica (Leenaars, 1996) la cual es a su vez de etiología multifactorial (American Psychiatric Association, 1994). Eventos como los de Jim Jones, en Guyana, o los suicidios de Puerta del Cielo difícilmente podrían encuadrar en dicha categoría. Es difícil imaginarse, en cuanto a causas se refiere, que 900 seres humanos, cada uno de ellos complejo en sí mismo, coincidieran en presentar al mismo tiempo los síntomas clínicos de una depresión del mismo grado y encauzarlos, todos en el mismo día, en un acto suicida que además coincidiera en la forma de llevarlo a cabo. Esto sería un absurdo.
Los suicidios colectivos religiosos tampoco corresponden con un patrón de comportamiento histórico fácil de identificar.
Un hecho como el de Masada podría aparentar tener como motivación principal la religiosa, pero no podemos soslayar que ocurrió en un contexto de guerra y prolongado asedio (The New Encyclopaedia Britannica, 1995). Quitarse la vida antes de caer en manos de un adversario particularmente cruel como lo fue en su época el ejército romano, era una práctica común que tenía como objetivo evitar las torturas y vejaciones que acompañaban el hecho de ser capturado, que finalmente culminaría en ejecuciones cruentas o en la venta de prisioneros como esclavos. Suicidios como los de Masada ocurrieron también por razones similares, en los tiempos de las cruzadas, en hogares musulmanes. Ellos no sólo pudieron haber sido motivados exclusivamente por el miedo al sufrimiento. Algunas culturas del Medio Oriente tienen un muy particular sentido de la dignidad personal y del honor. Para ellos la muerte es preferible en algunos casos, a la deshonra (Cameron y Richlak, 1985). Cualesquiera que hayan sido las motivaciones, una cosa es cierta, no se puede asegurar, con base en los datos históricos, que las razones religiosas predominaran ni mucho menos que se tratara de un rito. No existen bases para clasificar el caso de Masada como un suicidio religioso.
Suicidios individuales que involucran motivaciones religiosas, se han presentado en distintos sistemas de creencias en diferentes épocas. Ejemplos de esto son los monjes tibetanos y budistas que se prenden fuego en actos políticos de protesta. También están los kamikazes japoneses de la Segunda Guerra Mundial y los terroristas palestinos contemporáneos de la Jihad y del Hamas. Hechos como éstos, sin embargo, no suelen ser grupales, menos aún masivos, y se entremezclan las motivaciones políticas en sus contextos concretos (guerras por ejemplo). Esto los separa definitivamente de aquéllos que se analizan en este estudio.
Por otro lado, al definir el fenómeno del suicidio se deben hacer las debidas distinciones con respecto a aquellos actos en los que personas arriesgan su vida en el cumplimiento de lo que consideran un deber religioso. Por ejemplo, misioneros de diversas organizaciones que se exponen, con conocimiento de causa, a probables enfermedades o peligros en lugares inhóspitos para propagar sus creencias o ayudar a los necesitados. En estos casos, la muerte no es buscada como un fin, ni tampoco es deseada, sino que se actúa siguiendo las propias convicciones a pesar de los riesgos. De manera similar, los soldados cumplen con deberes patrióticos a pesar de los peligros, sin que por ello se considere suicida su conducta. Lo mismo ocurre con los activistas de derechos humanos, con los luchadores políticos y sociales, entre otros, que aun a sabiendas de que sus vidas pueden correr peligro, no abandonan las causas por las que luchan. Aquí caben también los competidores en deportes de alto riesgo.
Un análisis psicológico cuidadoso de éstos y otros ejemplos puede demostrar fácilmente que dichas personas esperan escapar de la muerte, y si se llegan a habituar a esa idea, es más como mecanismo de defensa, por librarse del miedo a ésta, que porque estén realmente resignados a ella. En los casos de individuos con creencias religiosas interviene además el elemento de la fe. Allí es común que se esperen no sólo circunstancias favorables dentro del margen de la probabilidad, sino aun circunstancias providenciales, o sea intervenciones de cualquier deidad en que se crea. Este mecanismo suele motivar a individuos de una u otra religión, a enfrentar peligros reales de muerte teniendo fuertes expectativas de ser librados para seguir adelante con su labor.
En aquellos eventos en los cuales la muerte se percibe como un suceso altamente probable o aun inminente, y no se abandona la conducta que pudiese conducir a la misma, los actores pueden estar imbuidos por la idea de que en caso de que ésta sobreviniera, la pérdida de sus vidas traería un beneficio importante a posteriori (libertad a la patria, una sociedad más justa, entre otros). A pesar de los riesgos en que se puede incurrir con un esquema ideológico de esta naturaleza, dicha conducta no se clasifica tampoco como suicida. Correr riesgos es distinto a terminar con la existencia propia. El arriesgarse da siempre cabida a la posibilidad de la esperanza de que para lograr un objetivo determinado, no se tenga necesariamente que llegar al momento de la muerte. El suicidio, por el contrario, implica una acción dirigida a terminar con la vida propia.
Finalmente, se deben hacer las debidas distinciones con aquellos actos de heroísmo en que los seres humanos arriesgan la vida para salvar la de otros. El instinto de protección, la falta de tiempo para reflexionar sobre un riesgo en situaciones de peligro, y toda la gama de reacciones que provocan las descargas de cortisol y adrenalina en el sistema nervioso central, eximen a este tipo de acciones del calificativo de suicidas, sobre todo cuando consideramos que la intencionalidad del acto es de ayudar a quien se encuentra en peligro, no la de quitarse la vida.

| 31 de octubre de 2005
CIENCIA Y TECNOLOGÍA
Se descubrió que...
Luis González de Alba
Escritor, periodista y divulgador científico
Linchamiento y pena de muerte se correlacionan
Los estados de la Unión Americana donde más linchamientos ocurren son también aquellos donde más se aplica la pena de muerte. Al parecer la legalidad refleja la ilegalidad y comprueba, una vez más, que los gobernantes llegan al poder con mentalidades similares a las de sus conciudadanos.
Investigadores de la Ohio State University encontraron que el mayor número de condenas a muerte tiende a darse en entidades que han registrado un mayor número de linchamientos en el pasado.
Lo anterior vale tanto para criminales blancos como negros, sin embargo, la correlación fue todavía más fuerte cuando solo analizaron las sentencias contra estos últimos.
Las conclusiones pueden asombrar a mucha gente, pero no a los sociólogos que investigan los aspectos raciales vinculados con esta forma de castigo, dice David Jacobs, coautor del estudio. “Nuestros resultados sugieren que la pena de muerte se ha vuelto una especie de reemplazo legal para los linchamientos del pasado. Esto no se ha hecho abiertamente y es posible que nadie haya tomado conscientemente tal decisión. Pero los resultados muestran una conexión clara”.
Los hallazgos de otro trabajo refuerzan esta idea. Indican que el número de sentencias a muerte en estados con el peor historial de linchamientos sube a medida que la población negra es más amplia. Los investigadores creen que esto ocurre porque, conforme aumenta su presencia, los negros son vistos por la mayoría blanca como una amenaza creciente. El estudio, realizado en la Universidad de Nevada en Las Vegas, fue conducido por el mismo Jacobs, junto con Jason Carmichael y Stephanie Kent. Los resultados aparecen en el último número de la American Sociological Review.
Para este trabajo, los investigadores examinaron el número de sentencias a muerte ejecutadas en cada uno de los 48 estados continentales durante 1971-1972, 1981-1982 y 1991-1992. Computaron las tasas de linchamiento con los datos de 1889 a 1931 provistos por la National Association for the Advancement of Colored People. Emplearon una técnica estadística gracias a la cual pudieron tomar en cuenta el hecho de que la pena capital no está permitida en todas las entidades y, aun cuando lo esté, no siempre es empleada.
También consideraron una amplia variedad de factores que afectan el número de sentencias a muerte emitidas en un estado, tales como el crimen promedio y las tasas de homicidio, de desempleo y la membresía a iglesias fundamentalistas.
Para confirmar sus hallazgos, los investigadores repitieron el análisis usando otra serie de datos, quizá más confiables, acerca del número de linchamientos ocurridos en 10 entidades sureñas.
En ambos casos, los resultados mostraron una clara relación entre el número de linchamientos, la proporción de población negra en los estados y la cantidad de sentencias a muerte. “Encontramos que los actos violentos en el pasado distante todavía parecen estar relacionados con las decisiones legales contemporáneas acerca de quién vivirá y quién morirá”, apunta Jacobs.
¿Por qué el número de condenas a muerte aumenta para los criminales blancos tanto como para los negros en entidades con un historial de linchamiento? “Si hubiera una clara discriminación contra los negros en las sentencias a muerte, la Suprema Corte podría otra vez legislar que la pena de muerte es inconstitucional. Así pues, puede haber un esfuerzo por no discriminar al imponer la pena de muerte. Mientras la conexión entre linchamientos y sentencias a muerte muestra mayor fuerza cuando solo se consideran las sentencias a negros, la conexión entre linchamientos en el pasado y penas de muerte contemporáneas se observa tanto para negros como para blancos”.
Como ya mencionamos, estas condenas aumentan en estados donde crece la población negra. No obstante, el número comienza a bajar una vez que ésta alcanza un umbral de entre 20 y 22 por ciento. “Probablemente a ese nivel los negros tienen suficientes votos e influencia política dentro de los estados para reducir el número de sentencias a muerte.
“Los hechos históricos continúan influyendo la conducta de importantes instituciones sociales. Pero el punto principal es que nuestros descubrimientos no apoyan la afirmación de que la pena de muerte se aplica de manera ciega al color”.
Contacto: Jeff Grabmeier en el correo electrónico grabmeier.1@osu.edu
PEKÍN
La capital de china en español se llama Pekín; en italiano y griego, Pekino; en chino, como ellos quieran.
Cada idioma adapta los nombres extranjeros a su fonética. Los chinos llaman Meg-si-co a México y no nos ofendemos.

DURKHEIM, E. Selección de Textos.

En fotocopiadora: DURKHEIM, E. (1987) Las reglas del método sociológico, Ed. La Pléyade, Buenos Aires


Emile Durkheim. La división del trabajo social

Presentación

La División del trabajo social es la tesis doctoral de E. Durkheim defendida en 1893. En este texto Durkheim propone que la característica sobresaliente del mundo moderno es la diferenciación social: el incremento de la división social del trabajo, la multiplicación de roles y funciones sociales. Si bien la división del trabajo no es un fenómeno moderno, en las sociedades tradicionales aparece en una forma embrionaria, limitada por lo general a la división sexual de tareas.
A la vez, el sociólogo francés, enfatiza el valor que tiene para el mantenimiento de todo orden social el consenso moral firmemente establecido, la solidaridad, y esto es también válido para las modernas sociedades. En ese sentido, el texto, como dice Durkheim, es un intento por construir una ciencia de la moral y, de acuerdo con ello, se propone observar, describir y clasificar las formas morales, las formas de solidaridad, y analizar cómo, los diferentes tipos de sociedad son correlativos con diferencias en el carácter de la moralidad.
La tesis de Durkheim, comienza tomando nota de una ambigüedad moral en lo que respecto a la división del trabajo. Por un lado hay corrientes morales que proponen como socialmente deseable la especialización, el desarrollo de talentos y capacidades específicas de cada persona. Por otro lado hay otras corrientes morales, contrarias a las primeras, que propone como ideal «individuo desarrollado universalmente», es decir valores universalmente válidos. Durkheim propone estudiar científicamente la fuente de estos ideales morales aparentemente contradictorios. Para ello es necesario preguntarse por la relación entre el desarrollo de la división del trabajo y el orden moral: cuál es el orden moral de las sociedades menos avanzadas y cuál es el orden moral de las sociedades modernas.
Así pues, Durkheim va a intentar medir, los cambios en las formas de solidaridad social. Pero la solidaridad, en tanto fenómeno moral, no puede medirse directamente, por lo tanto va a proponer estudiarla a través de las leyes: las normas morales son codificadas en formas de leyes.

Solidaridad social y derecho:

(…) la solidaridad social es un fenómeno completamente moral que, por sí mismo, no se presta a observación exacta ni, sobre todo, al cálculo. Para proceder tanto a esta clasificación como a esta comparación, es preciso, pues, sustituir el hecho interno que se nos escapa, con un hecho externo que le simbolice, y estudiar el primero a través del segundo.
Ese símbolo visible es el derecho. En efecto, allí donde la solidaridad social existe, a pesar de su carácter inmaterial, no permanece en estado de pura potencia, sino que manifiesta su presencia mediante efectos sensibles.
En efecto, la vida social, allí donde existe de una manera permanente, tiende inevitablemente a tomar una forma definida y a organizarse y el derecho no es otra cosa que esa organización, incluso en lo que tiene de más estable y preciso (18). La vida general de la sociedad no puede extenderse sobre un punto determinado sin que la vida jurídica se extienda al mismo tiempo y en la misma relación. Podemos, pues, estar seguros de encontrar reflejadas en el derecho todas las variedades esenciales de la solidaridad social.
Ciertamente, se podría objetar que las relaciones sociales pueden establecerse sin revestir por esto una forma jurídica. Hay algunas en que la reglamentación no llega a ese grado preciso y consolidado; no están por eso indeterminadas, pero, en lugar de regularse por el derecho, sólo lo son por las costumbres.
(…)Ahora bien, todo precepto jurídico puede definirse como una regla de conducta sancionada. Por otra parte, es evidente que las sanciones cambian según la gravedad atribuida a los preceptos, el lugar que ocupan en la conciencia pública, el papel que desempeñan en la sociedad. Conviene, pues, clasificar las reglas jurídicas según las diferentes sanciones que a ellas van unidas.
Las hay de dos clases. Consisten esencialmente unas en un dolor, o, cuando menos, en una disminución que se ocasiona al agente; tienen por objeto perjudicarle en su fortuna, o en su honor, o en su vida, o en su libertad, privarle de alguna cosa de que disfruta. Se dice que son represivas; tal es el caso del derecho penal. Verdad es que las que se hallan ligadas a reglas puramente morales tienen el mismo carácter; sólo que están distribuidas, de una manera difusa, por todas partes indistintamente, mientras que las del derecho penal no se aplican sino por intermedio de un órgano definido; están organizadas. En cuanto a la otra clase, no implican necesariamente un sufrimiento del agente, sino que consisten tan sólo en poner las cosas en su sitio, en el restablecimiento de relaciones perturbadas bajo su forma normal, bien volviendo por la fuerza el acto incriminado al tipo de que se había desviado, bien anulándolo, es decir, privándolo de todo valor social. Se deben, pues, agrupar en dos grandes especies las reglas jurídicas, según les correspondan sanciones represivas organizadas, o solamente sanciones restitutivas. La primera comprende todo el derecho penal; la segunda, el derecho civil, el derecho mercantil, el derecho procesal, el derecho administrativo y constitucional, abstracción hecha de las reglas penales que en éstos puedan encontrarse.

Derecho represivo y solidaridad mecánica:
Características de los sentimientos colectivos a los que corresponde el crimen
Definición preliminar de crimen
…la única característica común a todos los crímenes es la de que consisten—salvo algunas excepciones aparentes que más adelante se examinarán—en actos universalmente reprobados por los miembros de cada sociedad..
Los crímenes hieren sentimientos que, para un mismo tipo social, se encuentran en todas las conciencias sanas. Así, las reglas que prohíben esos actos y que sanciona el derecho penal son las únicas a que el famoso axioma jurídico: nadie puede alegar ignorancia de la ley, se aplica sin ficción. Como están grabadas en todas las conciencias, todo el mundo las conoce y siente su fundamento.

Características de los Sentimientos colectivos heridos por el crimen
a) Fortaleza
Sin embargo, no se ha definido el crimen cuando se ha dicho que consiste en una ofensa a los sentimientos colectivos; los hay entre éstos que pueden recibir ofensa sin que haya crimen. Así, el incesto es objeto de una aversión muy general, y, sin embargo, se trata de una acción inmoral simplemente. Lo mismo ocurre con las faltas al honor sexual que comete la mujer fuera del estado matrimonial, o con el hecho de enajenar totalmente su libertad o de aceptar de otro esa enajenación. Los sentimientos colectivos a que corresponde el crimen deben singularizarse, pues, de los demás por alguna propiedad distintiva: deben tener una cierta intensidad media. No sólo están grabados en todas las conciencias, sino que están muy fuertemente grabados. No se trata en manera alguna de veleidades vacilantes y superficiales, sino de emociones y de tendencias fuertemente arraigadas en nosotros.
b) Precisión
Pero tampoco basta con que los sentimientos sean fuertes, es necesario que sean precisos. En efecto, cada uno de ellos afecta a una práctica muy de-finida. Esta práctica puede ser simple o compleja, positiva o negativa, es decir, consistir en una acción o en una abstención, pero siempre determinada. Se trata de hacer o de no hacer esto u lo otro, de no matar, de no herir, de pronunciar tal fórmula, de cumplir tal rito, etc. Por el contrario, los sentimientos como el amor filial o la caridad son aspiraciones vagas hacia objetos muy generales. Así, las reglas penales se distinguen por su claridad y su precisión, mientras que las reglas puramente morales tienen generalmente algo de fluctuantes.
c) Uniformidad
(...) Las reglas penales se distinguen por su claridad y su precisión, mientras que las reglas puramente morales tienen generalmente algo de fluctuantes. Su naturaleza indecisa hace incluso que, con frecuencia, sea difícil darlas en una fórmula definida. Podemos sin inconveniente decir, de una manera muy general, que se debe trabajar, que se debe tener piedad de otro, etc., pero no podemos fijar de qué manera ni en qué medida. Hay lugar aquí, por tanto, para variaciones y matices. Al contrario, por estar determinados los sentimientos que encarnan las reglas penales, poseen una mayor uniformidad; como no se les puede entender de maneras diferentes, son en todas partes los mismos.

Naturaleza del crimen
(...) No se discute el que todo delito sea universalmente reprobado, pero se da por cierto que la reprobación de que es objeto resulta de su carácter delictuoso. Sólo que, a continuación, hállanse muy embarazados para decir en qué consiste esta delictuosidad. ¿En una inmoralidad particularmente grave? Tal quiero, mas esto es responder a la cuestión con la cuestión misma y poner una palabra en lugar de otra palabra; de lo que se trata es de saber precisamente lo que es la inmoralidad, y, sobre todo, esta inmoralidad particular que la sociedad reprime por medio de penas organizadas y que constituye la criminalidad. No puede, evidentemente, proceder más que de uno o varios caracteres comunes a todas las variedades criminológicas; ahora bien, lo único que satisface a esta condición es esa oposición que existe entre el crimen, cualquiera que él sea, y ciertos sentimientos colectivos. Esa oposición es la que hace el crimen, por mucho que se aleje. En otros términos, no hay que decir que un acto hiere la conciencia común porque es criminal, sino que es criminal porque hiere la conciencia común. No lo reprobamos porque es un crimen sino que es un crimen porque lo reprobamos. En cuanto a la naturaleza intrínseca de esos sentimientos, es imposible especificarla; persiguen los objetos más diversos y no sería posible dar una fórmula única. No cabe decir que se refieran ni a los intereses vitales de la sociedad, ni a un mínimum de justicia; todas esas definiciones son inadecuadas. Pero, por lo mismo que un sentimiento, sean cuales fueren el origen y el fin, se encuentra en todas las conciencias con un cierto grado de fuerza y de precisión, todo acto que le hiere es un crimen.

Definición de conciencia colectiva
Nos hallamos ahora en estado de formular la conclusión. El conjunto de las creencias y de los sentimientos comunes al término medio de los miembros de una misma sociedad, constituye un sistema determinado que tiene su vida propia, se le puede llamar la conciencia colectiva o común. Sin duda que no tiene por substrato un órgano único; es, por definición, difusa en toda la extensión de la sociedad; pero no por eso deja de tener caracteres específicos que hacen de ella una realidad distinta. En efecto, es independiente de las condiciones particulares en que los individuos se encuentran colocados; ellos pasan y ella permanece. Es la misma en el Norte y en el Mediodía, en las grandes ciudades y en las pequeñas, en las diferentes profesiones. Igualmente, no cambia con cada generación sino que, por el contrario, liga unas con otras las generaciones sucesivas. Se trata, pues, de cosa muy diferente a las conciencias particulares, aun cuando no se produzca más que en los individuos. Es el tipo psíquico de la sociedad tipo que tiene sus propiedades, sus condiciones de existencia, su manera de desenvolverse, como todos los tipos individuales, aunque de otra manera.
(…) Si, pues, los sentimientos que ofende el crimen son, en el seno de una misma sociedad, los más universalmente colectivos que puede haber; si, pues, son incluso estados particularmente fuertes de la conciencia común, es imposible que toleren la contradicción. Sobre todo si esta contradicción no es puramente teórica, si se afirma, no sólo con palabras, sino con actos, como entonces llega a su maximum, no podemos dejar de resistirnos contra ella con pasión. Un simple poner las cosas en la situación de orden perturbada no nos basta: necesitamos una satisfacción más violenta. La fuerza contra la cual el crimen viene a chocar es demasiado intensa para reaccionar con tanta moderación. No lo podría hacer, además, sin debilitarse, ya que, gracias a la intensidad de la reacción, se rehace y se mantiene en el mismo grado de energía.
Puede así explicarse una característica de esta reacción, que con frecuencia se ha señalado como irracional. Es indudable que en el fondo de la noción de expiación existe la idea de una satisfacción concedida a algún poder, real o ideal, superior a nosotros. Cuando reclamamos la represión del crimen no somos nosotros los que nos queremos personalmente vengar, sino algo ya consagrado que más o menos confusamente sentimos fuera y por encima de nosotros. Esta cosa la concebimos de diferentes maneras, según los tiempos y medios; a veces es una simple idea, como la moral, el deber; con frecuencia nos la representamos bajo la forma de uno o de varios seres concretos: los antepasados, la divinidad. He aquí por qué el derecho penal, no sólo es esencialmente religioso en su origen, sino que siempre guarda una cierta señal todavía de religiosidad: es que los actos que castiga parece como si fueran atentados contra alguna cosa transcendental, ser o concepto. Por esta misma razón nos explicamos a nosotros mismos cómo nos parecen reclamar una sanción superior a la simple reparación con que nos contentamos en el orden de los intereses puramente humanos. (...) No sólo la reacción es general sino que es colectiva, lo que no es la misma cosa; no se produce aisladamente en cada uno, sino con un conjunto y una unidad que varían, por lo demás, según los casos. (...) Participan, pues, de la misma uniformidad y, por consiguiente, vienen con toda naturalidad a perderse unos en otros, a confundirse en una resultante única que les sirve de sustitutivo y que se ejerce, no por cada uno aisladamente, sino por el cuerpo social así constituido.
De esta manera se ve la especie de solidaridad que el derecho penal simboliza. Todo el mundo sabe, en efecto, que hay una cohesión social cuya causa se encuentra en una cierta conformidad de todas las conciencias particulares hacia un tipo común, que no es otro que el tipo psíquico de la Sociedad. En esas condiciones, en efecto, no sólo todos los miembros del grupo se encuentran individualmente atraídos los unos hacia los otros porque se parecen, sino que se hallan también ligados a lo que constituye la condición de existencia de ese tipo colectivo, es decir, a la sociedad que forman por su reunión. No sólo los ciudadanos se aman y se buscan entre sí con preferencia a los extranjeros, sino que aman a su patria. La quieren como se quieren ellos mismos, procuran que no se destruya y que prospere, porque sin ella toda una parte de su vida psíquica encontraría limitado su funcionamiento. A la inversa, la sociedad procura que sus individuos presenten todas sus semejanzas fundamentales, porque es una condición de su cohesión.
(...). Hay en nosotros dos conciencias: una sólo contiene estados personales a cada uno de nosotros y que nos caracterizan, mientras que los estados que comprende la otra son comunes a toda la sociedad (44). La primera no representa sino nuestra personalidad individual y la constituye; la segunda representa el tipo colectivo y, por consiguiente, la sociedad, sin la cual no existiría. Cuando uno de los elementos de esta última es el que determina nuestra conducta, no actuamos en vista de nuestro interés personal, sino que perseguimos fines colectivos. Ahora bien, aunque distintas, esas dos conciencias están ligadas una a otra, puesto que, en realidad, no son más que una, ya que sólo existe para ambas un único substrato orgánico. Son, pues, solidarias. De ahí resulta una solidaridad sui generis que, nacida de semejanzas, liga directamente al individuo a la sociedad; en el próximo capítulo podremos mostrar mejor el por qué nos proponemos llamarla mecánica. Esta solidaridad no consiste sólo en una unión general e indeterminada del individuo al grupo, sino que hace también que sea armónico el detalle de los movimientos. En efecto, como esos móviles colectivos son en todas partes los mismos, producen en todas partes los mismos efectos. Por consiguiente, siempre que entran en juego, las voluntades se mueven espontáneamente y con unidad en el mismo sentido.
Esta solidaridad es la que da expresión al derecho represivo, al menos en lo que tiene de vital. En efecto, los actos que prohíbe y califica de crímenes son de dos clases: o bien manifiestan directamente una diferencia muy violenta contra el agente que los consuma y el tipo colectivo, o bien ofenden al órgano de la conciencia común. En un caso, como en el otro, la fuerza ofendida por el crimen que la rechaza es la misma; es un producto de las semejanzas sociales más esenciales, y tiene por efecto mantener la cohesión social que resulta de esas semejanzas. Es esta fuerza la que el derecho penal protege contra toda debilidad, exigiendo a la vez de cada uno de nosotros un mínimum de semejanzas sin las que el individuo sería una amenaza para la unidad del cuerpo social, e imponiéndonos el respeto hacia el símbolo que expresa y resume esas semejanzas al mismo tiempo que las garantiza.

Derecho restitutivo y solidaridad orgánica
Definición del derecho restitutivo
La naturaleza misma de la sanción restitutiva basta para mostrar que la solidaridad social a que corresponde ese derecho es de especie muy diferente.
Distingue a esta sanción el no ser expiatoria, el reducirse a un simple volver las cosas a su estado. No se impone, a quien ha violado el derecho o a quien lo ha desconocido, un sufrimiento proporcionado al perjuicio; se le condena, simplemente, a someterse. Si ha habido hechos consumados, el juez los restablece al estado en que debieran haberse encontrado. Dicta el derecho, no pronuncia penas. Los daños y perjuicios a que se condena un litigante no tienen carácter penal; es tan sólo un medio de volver sobre el pasado para restablecerlo en su forma normal, hasta donde sea posible.

Características del derecho restitutivo
a) Relación del derecho restitutivo y la conciencia colectiva
El faltar a estas reglas ni siquiera se castiga con un una pena difusa (…) podemos incluso imaginar que esas reglas sean otras de las que son sin que eso nos irrite. La idea de que el homicidio pueda ser aceptado nos subleva, pero aceptamos sin inconveniente alguno que se modifique el derecho sucesorio y muchos hasta conciben que pueda ser suprimido (…) Es prueba de que las reglas de la sanción restitutiva, o bien no forman parte, en absoluto de la conciencia colectiva, o sólo constituyen estados débiles. El derecho represivo corresponde a lo que es el corazón, el centro de la conciencia común; las reglas puramente morales constituyen ya una parte menos central; en fin, el derecho restitutivo nace en regiones muy excéntricas para extenderse mucho más allá todavía.

b) Organización del derecho restitutivo
Esta característica se ha puesto de manifiesto por la manera en cómo funciona. Mientras el derecho represivo tiende a permanecer difuso en la sociedad, el derecho restitutivo se crea órganos cada vez más especiales: tribunales especiales (…), tribunales administrativos de toda especie.

c) Función y carácter social del derecho restitutivo
Pero, para apreciar bien [su] importancia (…), es preciso observarla, no sólo en el momento en que la sanción se aplica o en el que la acción perturbada se restablece, sino también cuando se instituye.
En efecto, es necesaria tanto para fundar como para modificar multitud de relaciones jurídicas que rigen ese derecho y que el consentimiento de los interesados no basta para crear ni para cambiar. Tales son, especialmente, las que se refieren al estado de las personas.
Aunque el matrimonio sea un contrato, los esposos no pueden ni formalizarlo ni rescindirlo a su antojo. Lo mismo sucede con todas las demás relaciones domésticas, y, con mayor motivo, con todas aquellas que reglamenta el derecho administrativo. Es verdad que las obligaciones propiamente contractuales pueden anudarse y deshacerse sólo con el acuerdo de las voluntades. Pero es preciso no olvidar que, si el contrato tiene el poder de ligar a las partes, es la sociedad quien le comunica ese poder. Supongamos que no sancione las obligaciones contratadas; se convierten éstas en simples promesas que no tienen ya más que una autoridad moral (2). Todo contrato supone, pues, que detrás de las partes que se comprometen está la sociedad dispuesta a intervenir para hacer respetar los compromisos que se han adquirido; por eso no presta la sociedad esa fuerza obligatoria sino a los contratos que tienen, por sí mismos, un valor social, es decir, son conformes a las reglas de derecho.
Pero, aun cuando esas reglas se hallen más o menos fuera de la conciencia colectiva, no interesan sólo a los particulares. Si fuera así, el derecho restitutivo nada tendría de común con la solidaridad social, pues las relaciones que regula ligarían a los individuos unos con otros sin por eso unirlos a la sociedad. Serían simples acontecimientos de la vida privada, como pasa, por ejemplo, con las relaciones de amistad. Pero no está ausente, ni mucho menos, la sociedad de esta esfera de la vida jurídica. Es verdad que, generalmente, no interviene por sí misma y en su propio nombre; es preciso que sea solicitada por los interesados.
(…) nada más inexacto que contemplar en la sociedad una especie de árbitro entre las partes. Cuando se ve llevada a intervenir no es con el fin de poner de acuerdo los intereses individuales; no busca cuál podrá ser la solución más ventajosa para los adversarios y no les propone transacciones, sino que aplica al caso particular que le ha sido sometido las reglas generales y tradicionales del derecho. Ahora bien, el derecho es cosa social en primer lugar, y persigue un objeto completamente distinto al interés de los litigantes. El juez que examina una demanda de divorcio no se preocupa de saber si esta separación es verdaderamente deseable para los esposos, sino si las causas que se invocan entran en alguna de las categorías previstas por la ley.
Todo contrato supone, pues, que detrás de las partes que se comprometen está la sociedad dispuesta a intervenir para hacer respetar los compromisos que se han adquirido; por eso no presta la sociedad esa fuerza obligatoria sino a los contratos que tienen, por sí mismos, un valor social, es decir, son conformes a las reglas de derecho.

Derecho restitutivo y solidaridad social
Como las reglas de sanción restitutiva son extrañas a la conciencia común, las relaciones que determinan no son de las que alcanzan indistintamente a todo el mundo; es decir, que se establecen inmediatamente, no entre el individuo y la sociedad, sino entre partes limitadas y especiales de la sociedad, a las cuales relacionan entre sí. Más, por otra parte, como ésta no se halla ausente, es indispensable, sin duda, que más o menos se encuentre directamente interesada, que sienta el contragolpe. Entonces, según la vivacidad con que lo sienta, interviene de más cerca o de más lejos y con mayor o menor actividad, mediante órganos especiales encargados de representarla.
Es costumbre distinguir con cuidado la justicia de la caridad, es decir, el simple respeto de los derechos de otro, de todo acto que sobrepase esta virtud puramente negativa. En esas dos prácticas diferentes se suele ver como dos capas independientes de la moral: la justicia, por sí sola, formaría los cimientos fundamentales; la caridad sería el coronamiento. La distinción es tan radical que, según los partidarios de una cierta moral, bastaría la justicia para el buen funcionamiento de la vida social; el desinterés reduciríase a una virtud privada, que es, para el particular, bueno que continúe, pero de la cual la sociedad puede muy bien prescindir. Muchos, inclusive, no ven sin inquietud que intervenga en la vida pública. Se advertirá por lo que precede hasta qué punto tal concepción se halla muy poco de acuerdo con los hechos. En realidad, para que los hombres se reconozcan y se garanticen mutuamente los derechos, es preciso que se quieran, que, por una razón cualquiera, se sientan atraídos unos a otros y a una misma sociedad de que formen parte. La justicia está llena de caridad, o (…) es la repercusión en la esfera de los derechos (…) de sentimientos sociales que proceden de otra fuente. No tiene, pues, nada de específica, pero es el acompañamiento necesario de toda especie de solidaridad. Forzosamente se encuentra dondequiera los hombres vivan una vida común, bien resulte ésta de la división del trabajo social o de la atracción del semejante por el semejante.
El contrato es, por excelencia, la expresión jurídica de la cooperación. (…) El compromiso de una parte resulta, o del compromiso adquirido por la otra, o de un servicio que ya ha prestado esta última (9). Ahora bien, esta reciprocidad no es posible más que allí donde hay cooperación, y ésta, a su vez, no marcha sin la división del trabajo. Cooperar, en efecto, no es más que distribuirse una tarea común (…) Pero es preciso no olvidar que el derecho no traza más que los contornos generales, las grandes líneas de las relaciones sociales, aquellas que se encuentran siempre las mismas en contornos diferentes de la vida colectiva. Así, cada uno de esos tipos de contratos supone una multitud de otros, más particulares, de los cuales es como el sello común y que reglamenta de un solo golpe, pero en los que las relaciones se establecen entre funciones más especiales. Así, pues, a pesar de la simplicidad relativa de este esquema, basta para manifestar la extremada complejidad de los hechos que resume.
En resumen, las relaciones que regula el derecho cooperativo de sanciones restitutivas y la solidaridad que exteriorizan, resultan de la división del trabajo social. Se explica además que, en general, las relaciones cooperativas no supongan otras sanciones. En efecto, está en la naturaleza de las tareas especiales el escapar a la acción de la conciencia colectiva, pues para que una cosa sea objeto de sentimientos comunes, la primera condición es que sea común, es decir, que se halle presente en todas las conciencias y que todas se la puedan representar desde un solo e idéntico punto de vista. Sin duda, mientras las funciones poseen una cierta generalidad, todo el mundo puede tener algún sentimiento; pero cuanto más se especializan más se circunscribe el número de aquellos que tienen conciencia de cada una de ellas, y más, por consiguiente, desbordan la conciencia común. Las reglas que las determinan no pueden, pues, tener esa fuerza superior, esa autoridad trascendente que, cuando se la ofende, reclama una expiación. De la opinión también es de donde les viene su autoridad, al igual que la de las reglas penales, pero de una opinión localizada en las regiones restringidas de la sociedad.
En definitiva, ese derecho desempeña en la sociedad una función análoga a la del sistema nervioso en el organismo. Este, en efecto, tiene por misión regular las diferentes funciones del cuerpo en forma que puedan concurrir armónicamente: pone de manifiesto también con toda naturalidad el estado de concentración a que ha llegado el organismo, a consecuencia de la división del trabajo fisiológico. Así, en los diferentes escalones de la escala animal, se puede medir el grado de esta concentración por el desenvolvimiento del sistema nervioso. Esto quiere decir que se puede medir igualmente el grado de concentración a que ha llegado una sociedad a consecuencia de la división del trabajo social, por el desenvolvimiento del derecho cooperativo de sanciones restitutivas.

Tipos de solidaridad
Reconoceremos sólo dos clases de solidaridad positiva, que distinguen los caracteres siguientes:

I.° La primera liga directamente el individuo a la sociedad sin intermediario alguno. En la segunda depende de la sociedad, porque depende de las partes que la componen.

2.° No se ve a la sociedad bajo un mismo aspecto en los dos casos. En el primero, lo que se llama con ese nombre es un conjunto más o menos organizado de creencias y de sentimientos comunes a todos los miembros del grupo: éste es el tipo colectivo. Por el contrario, la sociedad de que somos solidarios en el segundo caso es un sistema de funciones diferentes y especiales que unen relaciones definidas. Esas dos sociedades, por lo demás, constituyen sólo una. Son dos aspectos de una sola y misma realidad, pero que no exigen menos que se las distinga.

3.° De esta segunda diferencia dedúcese otra, que va a servirnos para caracterizar y denominar a esas dos clases de solidaridades.

La primera no se puede fortalecer más que en la medida en que las ideas y las tendencias comunes a todos los miembros de la sociedad sobrepasan en número y en intensidad a las que pertenecen personalmente a cada uno de ellos. Es tanto más enérgica cuanto más considerable es este excedente. Ahora bien, lo que constituye nuestra personalidad es aquello que cada uno de nosotros tiene de propio y de característico, lo que le distingue de los demás. Esta solidaridad no puede, pues, aumentarse sino en razón inversa a la personalidad. Hay en cada una de nuestras conciencias, según hemos dicho, dos conciencias: una que es común en nosotros a la de todo el grupo a que pertenecemos, que, por consiguiente, no es nosotros mismos, sino la sociedad viviendo y actuando en nosotros; otra que, por el contrario, sólo nos representa a nosotros en lo que tenemos de personal y de distinto, en lo que hace de nosotros un individuo (14). La solidaridad que deriva de las semejanzas alcanza su maximum cuando la conciencia colectiva recubre exactamente nuestra conciencia total y coincide en todos sus puntos con ella; pero, en ese momento, nuestra individualidad es nula. No puede nacer como la comunidad no ocupe menos lugar en nosotros. Hay allí dos fuerzas contrarias, una centrípeta, otra centrífuga, que no pueden crecer al mismo tiempo. No podemos desenvolvernos a la vez en dos sentidos tan opuestos. Si tenemos una viva inclinación a pensar y a obrar por nosotros mismos, no podemos encontrarnos fuertemente inclinados a pensar y a obrar como los otros. Si el ideal es crearse una fisonomía propia y personal, no podrá consistir en asemejarnos a todo el mundo. Además, desde el momento en que esta solidaridad ejerce su acción, nuestra personalidad se desvanece, podría decirse, por definición, pues ya no somos nosotros mismos, sino el ser colectivo.
Las moléculas sociales, que no serían coherentes más que de esta única manera, no podrían, pues, moverse con unidad sino en la medida en que carecen de movimientos propios, como hacen las moléculas de los cuerpos inorgánicos. Por eso proponemos llamar mecánica a esa especie de solidaridad. Esta palabra no significa que sea producida por medios mecánicos y artificiales. No la nombramos así sino por analogía con la cohesión que une entre sí a los elementos de los cuerpos brutos, por oposición a la que constituye la unidad de los cuerpos vivos. Acaba de justificar esta denominación el hecho de que el lazo que así une al individuo a la sociedad es completamente análogo al que liga la cosa a la persona. La conciencia individual, considerada bajo este aspecto, es una simple dependencia del tipo colectivo y sigue todos los movimientos, como el objeto poseído sigue aquellos que le imprime su propietario. En las sociedades donde esta solidaridad está más desenvuelta, el individuo no se pertenece, como más adelante veremos; es literalmente una cosa de que dispone la sociedad. Así, en esos mismos tipos sociales, los derechos personales no se han distinguido todavía de los derechos reales.
Otra cosa muy diferente ocurre con la solidaridad que produce la división del trabajo. Mientras la anterior implica la semejanza de los individuos, ésta supone que difieren unos de otros. La primera no es posible sino en la medida en que la personalidad individual se observa en la personalidad colectiva; la segunda no es posible como cada uno no tenga una esfera de acción que le sea propia, por consiguiente, una personalidad. Es preciso, pues, que la conciencia colectiva deje descubierta una parte de la conciencia individual para que en ella se establezcan esas funciones especiales que no puede reglamentar; y cuanto más extensa es esta región, más fuerte es la cohesión que resulta de esta solidaridad. En efecto, de una parte, depende cada uno tanto más estrechamente de la sociedad cuanto más dividido está el trabajo, y, por otra parte, la actividad de cada uno es tanto más personal cuanto está más especializada. Sin duda, por circunscrita que sea, jamás es completamente original; incluso en el ejercicio de nuestra profesión nos conformamos con usos y prácticas que nos son comunes con toda nuestra corporación. Pero, inclusive en ese caso, el yugo que sufrimos es menos pesado que cuando la sociedad entera pesa sobre nosotros, y deja bastante más lugar al libre juego de nuestra iniciativa. Aquí, pues, la individualidad del todo aumenta al mismo tiempo que la de las partes; la sociedad hácese más capaz para moverse con unidad, a la vez que cada uno de sus elementos tiene más movimientos propios. Esta solidaridad se parece a la que se observa en los animales superiores. Cada órgano, en efecto, tiene en ellos su fisonomía especial, su autonomía, y, sin embargo, la unidad del organismo es tanto mayor cuanto que esta individuación de las partes es más señalada. En razón a esa analogía, proponemos llamar orgánica la solidaridad debida a la división del trabajo.

Solidaridad e individuo
…la característica única que, según parece, presentan por igual todas las ideas, como todos los sentimientos religiosos, es la de ser comunes a un cierto número de individuos que viven juntos, y, además, la de poseer una intensidad media bastante elevada. Es, en efecto, un hecho constante que, cuando una convicción un poco fuerte se comparte por una misma comunidad de hombres, inevitablemente toma un carácter religioso; inspira a las conciencias la misma respetuosa reverencia que las creencias propiamente religiosas. Es, pues, muy probable —esta breve exposición no deberá, sin duda, constituir una demostración religiosa—que la religión corresponda a una región igualmente muy central de la conciencia común. Verdad es que queda por circunscribir esta región, distinguirla de la que corresponde al derecho penal, y con la cual, sin duda, con frecuencia se confunde, en todo o en parte. Son éstas, cuestiones a estudiar, pero cuya solución no interesa directamente a la conjetura muy verosímil que acabamos de hacer.

Ahora bien, es una verdad que la historia ha puesto fuera de duda, la de que la religión abarca una porción cada vez más pequeña de la vida social. Originariamente se extendía a todo; todo lo que era social era religioso; ambas palabras eran sinónimas. Después, poco a poco, las funciones políticas, económicas, científicas, se independizan de la función religiosa, se constituyen aparte y adquieren un carácter temporal cada vez más acusado. Dios, si así cabe expresarse, que en un principio estaba presente en todas las relaciones humanas, progresivamente se va retirando; abandona el mundo a los hombres y sus disputas. A lo más, si continúa dominándolo, es desde lo alto y desde lejos, y la acción que ejerce, al devenir más general y más indeterminada, deja un lugar mayor al libre juego de las fuerzas humanas. Se siente, pues, al individuo; realmente es menos manejado; deviene, además, una fuente de actividad espontánea. En una palabra, no sólo no aumenta el dominio de la religión a la vez que el de la vida temporal y en igual medida, sino que por momentos se restringe más. Esta regresión no ha comenzado en tal o cual momento de la historia; pero cabe seguir sus fases desde los orígenes de la evolución social. Está ligada, pues, a las condiciones fundamentales del desenvolvimiento de las sociedades y es testigo así de que hay un número cada vez menor de creencias y de sentimientos colectivos que son lo bastante colectivos y lo bastante fuertes para tomar un carácter religioso. Quiere esto decir que la intensidad media de la conciencia común se va ella misma debilitando.

Tal demostración tiene sobre la precedente una ventaja: permite afirmar que la misma ley de regresión se aplica al elemento representativo de la conciencia común que al elemento afectivo. A través del derecho penal no podemos alcanzar más que los fenómenos de sensibilidad, mientras que la religión comprende, aparte de los sentimientos, las ideas y las doctrinas.

Todo concurre así a probar que la evolución de la conciencia común se realiza en el sentido que hemos indicado. Probablemente progresa menos que las conciencias individuales; en todo caso, se hace más débil y más vaga en su conjunto. El tipo colectivo pierde relieve, las formas son más abstractas y más indecisas. Sin duda que si esta decadencia fuera, como con frecuencia se inclina uno a creer, un producto original de nuestra civilización más reciente, y un acontecimiento único en la historia de las sociedades, cabría preguntar si sería duradera; mas, en realidad, prodúcese sin interrupción desde los tiempos más lejanos. Tal es lo que nos hemos dedicado a demostrar. El individualismo, el libre pensamiento, no datan ni de nuestros días, ni de 1789, ni de la reforma, ni de la escolástica, ni de la caída del politeísmo grecolatino o de las teocracias orientales. Es un fenómeno que no comienza en parte alguna, sino que se desenvuelve, sin detenerse, durante todo el transcurso de la historia. Seguramente que ese movimiento no es rectilíneo. Las nuevas sociedades que reemplazan a los tipos sociales estancados jamás comienzan su carrera en el punto preciso en que aquellas han terminado la suya. ¿Cómo podría ser esto posible? Lo que el niño continúa no es la vejez o la edad madura de sus padres, sino su propia infancia. Si, pues, quiere uno darse cuenta del camino recorrido, es preciso considerar a las sociedades sucesivas en un mismo momento de su vida. Es preciso, por ejemplo, comparar las sociedades cristianas de la Edad Media con la Roma primitiva, ésta con la ciudad griega de los orígenes, etc. Compruébase entonces que ese progreso o, si se quiere, esta regresión, se ha realizado, por decirlo así, sin solución de continuidad. Hay, pues, ahí una ley invariable contra la que sería absurdo rebelarse.

No quiere esto decir, sin embargo, que la conciencia común se halle amenazada de desaparecer totalmente. Sólo que consiste, cada vez más, en maneras de pensar y de sentir muy generales e indeterminadas que dejan sitio libre a una multitud creciente de disidencias individuales. Hay, sin embargo, un sitio en el que se ha afirmado y precisado, y es aquel desde el cual contempla al individuo. A medida que todas las demás creencias y todas las demás prácticas adquieren un carácter cada vez menos religioso, el individuo se convierte en el objeto de una especie de religión. Sentimos un culto por la dignidad de la persona que, como todo culto fuerte, tiene ya sus supersticiones Es, si se quiere, una fe común, pero, en primer lugar, no es posible sino a costa de la ruina de los otros y, por consiguiente, no deberá producir los mismos efectos que esa multitud de creencias extinguidas. No hay compensación. Pero, además, si es común en tanto en cuanto es compartida por la comunidad, es individual por su objeto. Si orienta todas las voluntades hacia un mismo fin, este fin no es social. Tiene, pues, una situación completamente excepcional en la conciencia colectiva. Es indudablemente de la sociedad de donde extrae todo lo que tiene de fuerza, pero no es a la sociedad a la que nos liga, es a nosotros mismos. Por consiguiente, no constituye un verdadero lazo social. De ahí que se haya podido reprochar con justicia a los teóricos que han hecho de ese sentimiento la base de su doctrina moral, que provocan la disolución de la sociedad. Podemos terminar, pues, diciendo que todos los lazos sociales que resultan de la semejanza progresivamente se aflojan.

Se basta por sí sola esta ley para mostrar toda la grandeza de la función de la división del trabajo. En efecto, puesto que la solidaridad mecánica va debilitándose, es preciso, o que la vida propiamente social disminuya, o que otra solidaridad venga poco a poco a sustituir la que se va. Es necesario escoger. En vano sostiénese que la conciencia colectiva se extiende y se fortifica al mismo tiempo que la de los individuos.

Acabamos de probar que esos dos términos varían en sentido inverso uno a otro. Sin embargo, el progreso social no consiste en una disolución continua; todo lo contrario, cuanto más se avanza más profundo es el propio sentimiento, y el de su unidad, en las sociedades. Necesariamente, pues, tiene que existir otro lazo social que produzca ese resultado; ahora bien, no puede haber otro que el que deriva de la división del trabajo.

Si, además, recordamos que, incluso allí donde ofrece más resistencia, la solidaridad mecánica no liga a los hombres con la misma fuerza que la división del trabajo, y que, por otra parte, deja fuera de su acción la mayor parte de los fenómenos sociales actuales, resultará más evidente todavía que la solidaridad social tiende a devenir exclusivamente orgánica. Es la división del trabajo la que llena cada vez más la función que antes desempeñaba la conciencia común; ella es principalmente la que sostiene unidos los agregados sociales de los tipos superiores.

Tipos de sociedad (op. cit. pág. 207-217)
a) Sociedad segmentaria
Constituye, pues, una ley histórica el que la solidaridad mecánica, que en un principio se encuentra sola o casi sola, pierda progresivamente terreno, y que la solidaridad orgánica se haga poco a poco preponderante. Más cuando la manera de ser solidarios los hombres se modifica, la estructura de las sociedades no puede dejar de cambiar. La forma de un cuerpo se transforma necesariamente cuando las afinidades moleculares no son ya las mismas. Por consiguiente, si la proposición precedente es exacta, debe haber dos tipos sociales que correspondan a esas dos especies de solidaridad.
Si se intenta constituir con el pensamiento el tipo ideal de una sociedad cuya cohesión resultare exclusivamente de semejanzas, deberá concebírsela como una masa absolutamente homogénea en que las partes no se distinguirían unas de otras, y, por consiguiente, no estarían coordinadas entre sí; en una palabra, estaría desprovista de toda forma definida y de toda organización. Este sería el verdadero protoplasma social, el germen de donde surgirían todos los tipos sociales. Proponemos llamar horda al agregado así caracterizado.
Verdad es que, de una manera completamente auténtica, todavía no se han observado sociedades que respondieran en absoluto a tal descripción. Sin embargo, lo que hace que se tenga derecho a admitir como un postulado su existencia, es que las sociedades inferiores, las que están, por consiguiente, más próximas a esa situación primitiva, se hallan formadas por una simple repetición de agregados de ese género. Encuéntrase un modelo, perfectamente puro casi, de esta organización social entre los indios de América del Norte. Cada tribu iroquesa, por ejemplo, hállase formada de un cierto número de sociedades parciales (las que más, abarcan ocho) que presentan los caracteres que acabamos de indicar. Los adultos de ambos sexos son entre sí iguales unos a otros. Las sachems y los jefes que se hallan a la cabeza de cada uno de esos grupos, y cuyo consejo administra los asuntos comunes de la tribu, no gozan de superioridad alguna (…)
Damos el nombre de clan a la horda que ha dejado de ser independiente para devenir elemento de un grupo más extenso; y el de sociedades segmentarias a base de clans a los pueblos constituidos por una asociación de clans. Decimos de estas sociedades que son segmentarias, para indicar que están formadas por la repetición de agregados semejantes entre sí, análogos a los anillos de los anélidos; y de este agregado elemental que es un clan, porque ese nombre expresa mejor la naturaleza mixta, a la vez familiar y política. Es una familia, en cuanto todos los miembros que la componen se consideran como parientes unos de otros, y que de hecho son, en su mayor parte, consanguíneos. Las afinidades que engendra la comunidad de la sangre son principalmente las que les tienen unidos. Además, sostienen unos con otros relaciones que se pueden calificar de domésticas, puesto que se las vuelve a encontrar en otras sociedades en las que el carácter familiar no se pone en duda; me refiero a la venganza colectiva, a la responsabilidad colectiva y, desde que la propiedad individual comienza a aparecer, a la herencia mutua. Pero, de otra parte, no es una familia en el sentido propio de la palabra, pues para formar parte de ella no es necesario tener con los otros miembros relaciones definidas de consanguinidad. Basta con presentar un criterio externo, que consiste, generalmente, en el hecho de llevar un mismo nombre. Aunque ese signo sea considerado como muestra de un origen común, un estado civil semejante constituye en realidad una prueba poco demostrativa y muy fácil de imitar. Así, un clan cuenta con muchos extranjeros, lo cual le permite alcanzar dimensiones que jamás tiene una familia propiamente dicha; con frecuencia comprende muchos miles de personas. Constituye, por lo demás, la unidad política fundamental; los jefes de los clans son las únicas autoridades sociales.
Podría también calificarse esta organización de político familiar. No sólo el clan tiene por base la consanguinidad, sino que los diferentes clans de un mismo pueblo se consideran con mucha frecuencia como emparentados unos con otros. Entre los iroqueses se trataban, según los casos, como hermanos o como primos. Entre los hebreos, que presentan, según veremos, los rasgos más característicos de la misma organización social, el anciano de cada uno de los clans que componen la tribu se estima que desciende del fundador de esta última, se le mira como a uno de los hijos del padre de la raza. Pero esta denominación tiene sobre la precedente el inconveniente de no poner de relieve lo que constituye la estructura propia de esas sociedades.
Pero, sea cual fuere la manera como se la denomine, esta organización, lo mismo que la de la horda, de la cual no es más que una prolongación, no supone, evidentemente, otra solidaridad que la que deriva de las semejanzas, puesto que la sociedad está formada de segmentos similares y que éstos, a su vez, no encierran más que elementos homogéneos. Sin duda que cada clan tiene una fisonomía propia, y, por consiguiente, se distingue de los otros; pero también la solidaridad es tanto más débil cuanto más heterogéneos son aquéllos, y a la inversa. Para que la organización segmentaria sea posible, es preciso, a la vez, que los segmentos se parezcan, sin lo cual no estarían unidos, y que se diferencien, sin lo cual se confundirían unos con otros y se destruirían. Según las sociedades, esas dos necesidades contrarias encuentran satisfacción en proporciones diferentes; pero el tipo social continúa el mismo.
b) Sociedad con división del trabajo.
Otra es completamente la estructura de las sociedades en que la solidaridad orgánica es preponderante.
Están constituidas, no por una repetición de segmentos similares y homogéneos, sino por un sistema de órganos diferentes, cada uno con su función especial y formados, ellos mismos, de partes diferenciadas. A la vez que los elementos sociales no son de la misma naturaleza, tampoco se hallan dispuestos de la misma forma. No se encuentran ni yuxtapuestos linealmente, como los anillos de un anélido, ni encajados unos en otros, sino coordinados y subordinados unos a otros, alrededor de un mismo órgano central que ejerce sobre el resto del organismo una acción moderatriz. Este mismo órgano no tiene ya el carácter que en el caso precedente, pues, si los otros dependen de él, él depende a su vez de ellos. Sin duda que hay todavía una situación particular y si se quiere privilegiada; pero es debida a la naturaleza del papel que desempeña y no a una causa extraña a esas funciones, a una fuerza cualquiera que se le comunica desde fuera. Sólo tiene elemento temporal y humano; entre él y los demás órganos no hay más que diferencias de grados. Por eso, en el animal, la preeminencia del sistema nervioso sobre los demás sistemas se reduce al derecho, si así puede hablarse, de recibir un alimento más escogido y a tomar su parte antes que los demás; pero tiene necesidad de ellos como ellos tienen necesidad de él.
Este tipo social descansa sobre principios hasta tal punto diferentes del anterior, que no puede desenvolverse sino en la medida en que aquel va borrándose. En efecto, los individuos se agrupan en él, no ya según sus relaciones de descendencia, sino con arreglo a la naturaleza particular de la actividad social a la cual se consagran. Su medio natural y necesario no es ya el medio natal sino el medio profesional. No es ya la consanguinidad, real o ficticia, la que señala el lugar de cada uno, sino la función que desempeña. No cabe duda que, cuando esta nueva organización comienza a aparecer, intenta utilizar la existente y asimilársela. La manera como las funciones entonces se dividen está calcada, con la mayor fidelidad posible, sobre la división ya existente en la sociedad. Los segmentos, o al menos los grupos de segmentos unidos por afinidades especiales, se convierten en órganos. Así, los clans cuyo conjunto forma la tribu de los Levitas apropiarse en el pueblo hebreo las funciones sacerdotales. De una manera general, las clases y las castas no tienen realmente ni otro origen ni otra naturaleza: provienen de la mezcla de la organización profesional naciente con la organización familiar prexistente. Pero este arreglo mixto no puede durar mucho tiempo, pues entre los dos términos que intenta conciliar hay un antagonismo que necesariamente acaba por explotar. No hay más que una división del trabajo muy rudimentaria, que pueda adaptarse a estos moldes rígidos, definidos, y que no han sido hechos para ella. No se puede desarrollar más que libertándose de esos cuadros que la encierran. Desde que rebasa un cierto grado de desenvolvimiento, no hay ya relación, ni entre el número inmutable de los segmentos y el de las funciones siempre crecientes que se especializan, ni entre las propiedades hereditariamente fijadas desde un principio y las nuevas aptitudes que las segundas reclaman. Es preciso, pues, que la materia social entre en combinaciones enteramente nuevas para organizarse sobre bases completamente diferentes. Ahora bien, la antigua estructura, en tanto persiste, se opone a ello; por eso es necesario que desaparezca.


División del trabajo anómico Libro III, Capitulo I (op. cit. pág. 415-433)
Hasta ahora hemos estudiado la división del trabajo como un fenómeno normal; pero, como todos los hechos sociales y, más generalmente, como todos los hechos biológicos, presenta formas patológicas que es necesario analizar. Si, normalmente, la división del trabajo produce la solidaridad social, ocurre, sin embargo, que los resultados son muy diferentes e incluso opuestos. Ahora bien, importa averiguar lo que la hace desviarse en esa forma de su dirección natural.
Cabe sentir la tentación de colocar entre las formas irregulares de la división del trabajo la profesión del criminal y las demás profesiones nocivas. Constituyen la negación misma de la solidaridad, y, por tanto, están formadas por otras tantas actividades especiales. Pero, hablando con exactitud, no hay aquí división del trabajo sino pura y simple diferenciación, y ambos términos piden no ser confundidos. Así, en el cáncer, los tubérculos aumentan la diversidad de los tejidos orgánicos sin que sea posible ver en ellos una nueva especialización de las funciones biológicas . En todos esos casos, no hay división de una función común sino que en el seno del organismo, ya individual, ya social, se forma otro que busca vivir a expensas del primero. No hay incluso función, pues una manera de actuar no merece ese nombre, como no concurra con otras al mantenimiento de la vida general. Esta cuestión no entra, pues, dentro del marco de nuestra investigación.
Un primer caso de ese género nos lo proporcionan las crisis industriales o comerciales, con las quiebras, que son otras tantas rupturas parciales de la solidaridad orgánica; son testimonio, en efecto, de que, en ciertas partes del organismo, ciertas funciones sociales no se ajustan unas a otras. Ahora bien, a medida que el trabajo se divide más, esos fenómenos parecen devenir más frecuentes, al menos en ciertos casos.
El antagonismo entre el trabajo y el capital es otro ejemplo más evidente del mismo fenómeno. A medida que las funciones industriales se especializan, lejos de aumentar la solidaridad, la lucha se hace más viva.
Verdad es que en el capítulo siguiente veremos cómo esta tensión de las relaciones sociales es debida, en parte, a que las clases obreras verdaderamente no quieren la condición que se les ha hecho, sino que la aceptan con frecuencia obligadas y forzadas al no tener medios para conquistar otra. Sin embargo, esta coacción no produce por sí sola el fenómeno. En efecto, pesa por igual sobre todos los desheredados de la fortuna, de una manera general, y, sin embargo, tal estado de hostilidad permanente es por completo característico del mundo industrial. Además, dentro de ese mundo, es la misma para todos los trabajadores sin distinción. Ahora bien, la pequeña industria, en que el trabajo se halla menos dividido, da el espectáculo de una armonía relativa entre el patrono y el obrero ; es sólo en la gran industria donde esas conmociones se encuentran en estado agudo. Así, pues, dependen en parte de otra causa.
(…) Si, en ciertos casos, la solidaridad orgánica no es todo lo que debe ser, no es ciertamente porque la solidaridad mecánica haya perdido terreno, sino porque todas las condiciones de existencia de la primera no se han realizado.
Sabemos, en efecto, que, donde quiera que se observa, se encuentra, al propio tiempo, una reglamentación suficientemente desenvuelta que determina las relaciones mutuas de las funciones . Para que la solidaridad orgánica exista no basta que haya un sistema de órganos necesarios unos a otros, y que sientan de una manera general su solidaridad; es preciso también que la forma como deben concurrir, si no en toda clase de encuentros, al menos en las circunstancias más frecuentes, sea predeterminada. Sabemos que el contrato no se basta a sí mismo sino que supone una reglamentación que se extiende y se complica como la vida contractual misma. Por otra parte, los lazos que tienen este origen son siempre de corta duración. El contrato no es más que una tregua y bastante precaria; sólo suspende por algún tiempo las hostilidades. No cabe duda que, por precisa que sea una reglamentación, dejará siempre espacio libre para multitud de tiranteces. Pero no es ni necesario, ni incluso posible, que la vida social se deslice sin luchas. El papel de la solidaridad no es suprimir la concurrencia, sino moderarla.
(...) Por lo demás, en estado normal, esas reglas se desprenden ellas mismas de la división del trabajo; son como su prolongación. Seguramente que, si no aproximara más que a individuos que se uniesen por algunos instantes en vista de cambiar servicios personales, no podría dar origen a acción reguladora alguna. Pero lo que pone en presencia son funciones, es decir, maneras definidas de obrar, que se repiten, idénticas a sí mismas, en circunstancias dadas, puesto que afectan a las condiciones generales y constantes de la vida social. Las relaciones que se anudan entre esas funciones no pueden, pues, dejar de llegar al mismo grado de fijeza y de regularidad. Hay ciertas maneras de reaccionar las unas sobre las otras que, encontrándose más conformes a la naturaleza de las cosas, se repiten con mayor frecuencia y devienen costumbres: después, las costumbres, a medida que toman fuerza, transformarse en reglas de conducta. El pasado predetermina el porvenir. Dicho de otra manera, hay un cierto grupo de derechos y deberes que el uso establece y que acaba por devenir obligatorio. La regla, pues, no crea el estado de dependencia mutua en que se hallan los órganos solidarios, sino que se limita a expresarlo de una manera sensible y definida en función de una situación dada. De la misma manera, el sistema nervioso, lejos de dominar la evolución del organismo, como antes se creía, es su resultante . Los nervios no son, realmente, más que las líneas de paso seguidas por las ondas de movimientos y de excitaciones cambiadas entre los órganos diversos; son canales que la vida se ha trazado a sí misma al correr siempre en él mismo sentido, y los ganglios no son más que el lugar de intersección de varias de esas líneas .
Ahora bien, en todos los casos que hemos descrito más arriba, esta reglamentación, o no existe, o no se encuentra en relación con el grado de desenvolvimiento de la división del trabajo. Lo cierto es que esa falta de reglamentación no permite la regular armonía de las funciones. Esas perturbaciones son, naturalmente, tanto más frecuentes cuanto más especializadas son las funciones, pues, cuanto más compleja es una organización, más se hace sentir la necesidad de una amplia reglamentación.
Si la división del trabajo no produce la solidaridad, es que las relaciones de los órganos no se hallan reglamentadas; es que se encuentran en un estado de anomia.

EMILE DURKHEIM - El suicidio Editorial Akal/Universitaria, 1985.

Presentación
En esta obra Durkheim quiere demostrar cómo un acontecimiento tan ligado a motivaciones individuales de las personas, que para entender sus causas habitualmente se recurre a razones psicológicas, podía ser explicado sociológicamente entendiendo que se trataba de un “hecho social”.
Es un trabajo de investigación realizado a partir del estudio comparativo de una serie de datos estadísticos disponibles en diferentes países europeos. Durkheim busca mostrar el vínculo existente entre distintos tipos de suicidio y diferentes formas de organización social. Así el suicidio que denomina egoísta es más frecuente en aquellas sociedades con división del trabajo creciente donde la conciencia individual se expande – de allí la denominación de egoísta - y se reduce la conciencia colectiva. Son sociedades con una integración social débil, son menos cohesionadas. El suicidio altruista se presenta con mayor frecuencia en sociedades fuertemente integradas donde los lazos sociales son fuertes y la conciencia colectiva envuelve las individualidades. Sociedades caracterizadas por un exceso de cohesión. El tercer tipo de suicidio es el anómico y es el que particularmente nos interesa. Lo que sigue es una selección de textos del capítulo referido al mismo.

El suicidio egoísta
Hemos establecido las tres proposiciones que siguen:
El suicidio varía en razón inversa al grado de integración de la sociedad religiosa.
El suicidio varía en razón inversa al grado de integración de la sociedad doméstica
El suicidio varía en razón inversa al grado de integración en la sociedad política.
Esta proximidad demuestra que, si esas diferentes sociedades tienen sobre el suicidio una influencia moderadora, no es por consecuencia de caracteres particulares de cada una de ellas, sino por una causa que es común a todas. No es a la naturaleza especial de los sentimientos religiosos a lo que la religión debe su eficacia, puesto que las sociedades domésticas y las sociedades políticas, cuando están fuertemente integradas, producen los mismos efectos. (…) La causa no puede encontrarse más que en una misma propiedad que poseen todos esos grupos sociales, aunque tal vez, en grados diferentes. Llegamos, pues, a esta conclusión general: El suicidio varía en razón inversa del grado de integración de los grupos sociales de los que forma parte el individuo.
Pero la sociedad no puede desintegrarse sin que, en la misma medida, no se desprenda el individuo de la idea social, sin que los fines propios no lleguen a preponderar sobre los fines comunes, sin que la personalidad particular, en una palabra, no tienda a ponerse por encima de la personalidad colectiva. Cuanto más debilitados son los grupos a que pertenece, menos depende de ellos, más se exalta a sí mismo para no reconocer otras reglas de conducta que las fundadas en sus intereses privados. Así, pues, si se conviene en llamar egoísmo a ese estado en que el yo individual se afirma con exceso frente al yo social y a expensas de este último, podremos dar el nombre de egoísta al tipo particular de suicidio que resulta de una individuación desintegrada.

El suicidio altruista
Algunas veces se ha dicho que el suicidio era desconocido de las sociedades inferiores. En esos términos la aseveración es inexacta.
El suicidio es, pues, bastante frecuente en los pueblos primitivos. Pero presenta en ellos caracteres muy particulares. Todos los hechos que acaban de relatarse entran, en efecto, en una de las tres categorías siguientes:
1º Suicidios de hombres llegados al dintel de la vejez o atacados de enfermedad.
2º Suicidios de mujeres a la muerte de su marido.
3º Suicidios de clientes o de servidores, a la muerte de sus jefes.
Ahora bien, en todos esos casos, si el hombre se mata, no es porque se arrogue el derecho de hacerlo, sino porque cree que ese es su deber, cosa bien distinta. Si falta a esta obligación, se le castiga con el deshonor y también, lo más a menudo, con penas religiosas.
De modo que el sacrificio que impone tiene fines sociales (…) Para que la sociedad pueda constreñir de este modo a algunos de sus miembros a matarse es necesario que la personalidad individual sea muy poca cosa (…) Para que el individuo ocupe tan poco lugar en la vida colectiva, es necesario que esté casi totalmente absorbido en el grupo y, en consecuencia que éste se halle muy fuertemente integrado. Para que las partes tengan tan poca existencia propia, es preciso que el todo forme una masa compacta y continua. Y, en efecto, en otra parte hemos mostrado, que esta cohesión maciza es, desde luego, la de las sociedades donde se observan las prácticas precedentes. Como no comprenden más que un pequeño número de elementos, todo el mundo vive allí la misma vida: todo es común a todo, ideas, sentimientos, ocupaciones. Al mismo tiempo, por lo mismo que el grupo es pequeño, está cerca de todos y así puede no perder a nadie de vista; resulta de ello que la vigilancia colectiva se lleva a cabo en todo momento, se extiende a todo y previene más fácilmente las divergencias. Faltan, pues, al individuo, los medios para crearse un ambiente especial, a cuyo abrigo puede desarrollar su naturaleza y hacerse una fisonomía propia. Distinto de sus compañeros, no es, por decirlo así, más que una parte alicua del todo, sin valor por sí mismo. Su persona tiene tan poco precio, que, los atentados dirigidos contra ella por los particulares, sólo son objeto de una represión relativamente indulgente. Desde luego, es más natural que esté aún menos protegido contra las exigencias colectivas, y que la sociedad, por el menor motivo, no duda en pedirle que ponga fin a una vida, que ella estima en tan poco.
Estamos, pues, en presencia de un tipo de suicidio que se distingue del precedente por caracteres definidos. Mientras que éste se debe a un exceso de individuación, aquél tiene por causa, una individuación demasiado rudimentaria. El uno, se produce porque la sociedad, disgregada en ciertos puntos, o aun en su conjunto, deja al individuo escapársele; el otro, porque le tiene muy estrechamente bajo su dependencia. Puesto que hemos llamado egoísmo, al estado en que se encuentra el yo cuando vive su vida personal y no obedece más que a sí mismo, la palabra altruismo expresa bastante bien el estado contrario, aquél en que el yo no se pertenece, en que se confunde con otra cosa que no es él, en que el polo de su conducta está situado fuera de él, en uno de los grupos de que forma parte. Por eso llamamos suicidio altruista, al que resulta de un altruismo intenso.

Suicido anómico
... si las crisis industriales y financieras aumentan los suicidios, no es por lo que empobrecen, puesto que las crisis de prosperidad tienen el mismo resultado; es porque son crisis, es decir, perturbaciones de orden colectivo.
Toda rotura de equilibrio, aun cuando de ella resulte un bienestar más grande y un alza de la vitalidad general, empuja a la muerte voluntaria. Cuantas veces se producen en el cuerpo social graves reorganizaciones, ya sean debidas a un súbito movimiento de crecimiento o a un cataclismo inesperado, el hombre se mata más fácilmente.
...Hay pues una verdadera reglamentación, que no por carecer siempre de una forma jurídica deja de fijar, con una precisión relativa, el máximum de bienestar que cada clase de sociedad puede legítimamente buscar o alcanzar. Por otra parte, la escala así establecida no tiene nada de inmutable. Cambiará según que la renta colectiva crezca o disminuya, y según los cambios que experimenten las ideas morales de la sociedad. Así es que lo que tiene carácter de lujo para una época, no lo tiene para otra; que el bienestar que durante largo tiempo no estaba asignado a una clase más que a título excepcional, acaba por parecer, como rigurosamente necesario y de estricta equidad.
Baja esta precisión, cada uno, en su esfera, se da cuenta vagamente del punto extremo a donde pueden ir sus ambiciones, y no aspira a nada más allá. Si, por lo menos, es respetuoso de la regla y dócil a la autoridad colectiva, es decir, si tiene una sana constitución moral, siente que no está bien exigir más. Así se marca a las pasiones un objetivo y un término.
... sólo que esta disciplina... no puede ser útil, más que si es considerada como justa por los pueblos que se le han sometido. Cuando no se mantiene más que por la habilidad y la fuerza, la paz y la armonía solo subsisten en apariencia; el espíritu de inquietud y el descontento están latentes; los apetitos, superficialmente contenidos, no tardan en desencadenarse. Es lo que ha sucedido en Roma y en Grecia, cuando las creencias, sobre las que reposaba la vieja organización del patriciado y de la plebe, se quebrantaron; en nuestras sociedades modernas, cuando los prejuicios aristocráticos empezaron a perder su ascendiente antiguo. Pero este estado de quebrantamiento es excepcional; no tiene lugar sino cuando la sociedad atraviesa alguna crisis enfermiza. Naturalmente el orden social se reconoce como equitativo por la gran generalidad de los sujetos. Cuando decimos pues, que es necesaria una autoridad para imponerlo a los particulares, de ningún modo entendemos que la violencia sea el solo medio de establecerlo. Porque esta reglamentación está destinada a contener las pasiones individuales, es preciso que emane de un poder que domine a los individuos, pero igualmente es preciso que se obedezca a este poder por respeto y no por temor.
Así, no es cierto que la actividad humana pueda estar libre de todo freno. Nada hay en el mundo capaz de gozar de tal privilegio. Porque todo ser, siendo una parte del universo, es relativo al resto del universo; en su naturaleza y la manera de manifestarla no depende, solamente de sí mismos, sino de los otros seres, que, por consiguiente, lo contienen y les dan reglas. Bajo este aspecto, no hay más que diferencias de grados y formas entre el mineral y el sujeto pensante. Lo que el hombre tiene de característico es que el freno a que está sometido no es físico, sino moral, es decir, social. Recibe su ley... de una conciencia superior a la suya cuya imperiosidad siente...
Solamente cuando la sociedad está perturbada, ya sea por crisis dolorosas o felices, por demasiado súbitas transformaciones, es transitoriamente incapaz de ejercer esta acción; y he aquí de donde vienen estas bruscas ascensiones de la curva de los suicidios.
En efecto, en los casos de desastres económicos, se produce como una descalificación, que arroja bruscamente a ciertos individuos en una situación inferior a la que ocupaban hasta entonces. Es preciso que rebajen sus exigencias, que restrinjan sus necesidades, que aprendan a contenerse más... Ahora bien, la sociedad no puede plegarlos en un instante a esta vida nueva y enseñarles a ejercer sobre sí mismos este aumento de continencia al que no se hayan acostumbrados. De ello resultan que no están ajustados a la condición que se les crea y hasta su perspectiva les es intolerable...
Ocurre del mismo modo si la crisis tiene por origen un brusco del poderío y de la fortuna... Hace falta tiempo para que los hombres y las cosas sean de nuevo clasificados por la conciencia pública. Hasta que las fuerzas sociales, así puestas en libertad, no hayan vuelto a encontrar el equilibrio, su valor respectivo permanece indeterminado y, por consecuencia, toda reglamentación es defectuosa durante algún tiempo. Ya no se sabe lo que es posible y lo que no lo es, lo que es justo y lo que es injusto, cuales son las reivindicaciones y las esperanzas legítimas, cuáles las que pasan de la medida.
... como las relaciones entre las diversas partes de la sociedad son necesariamente modificadas, las ideas que expresan esas relaciones no pueden permanecer las mismas. Tal clase, que la crisis ha favorecido más especialmente, no está ya dispuesta a la misma resignación y, de rechazo, el espectáculo de su mayor fortuna despierta alrededor y por debajo de ella toda clase de codicias. Así, los apetitos que no están contenidos... no saben dónde están los límites ante los que se deben detener... Los deseos se han exaltado. La presa más rica que se les ofrece los estimula, los hace más exigentes, más impacientes a toda regla, justamente cuando las reglas tradicionales han perdido su autoridad. El estado de irregularidad o de anomalía está, pues, reforzado por el hecho de que las pasiones se encuentran menos disciplinadas en el preciso momento en que tendrían necesidad de una disciplina más fuerte.
...se refiere a las transformaciones en su época en el mundo del comercio y la industria junto a la pérdida del imperio de la religión que dociliza y al poder gubernamental que aún no regula...
...Se tiene sed de cosas nuevas, de goces ignorados, de sensaciones sin nombre, pero que pierden todo su atractivo cuando son conocidas. Entonces, el menor revés que sobrevenga, faltan las fuerzas para soportarlo...
... en las sociedades donde el hombre está sometido a una sana disciplina, el hombre, se entrega, también más fácilmente a los golpes de la desgracia... Cuando no tiene otro objetivo que sobrepasar sin cesar el lugar que se ha alcanzado, Cuán doloroso es ser lanzado hacia atrás! Esta misma desorganización que caracteriza nuestro estado económico abre las puertas a todas las aventuras. Como las imaginaciones están ávidas de novedades y nada las regula, andan a tientas, al azar.
... Las funciones industriales y comerciales están , en efecto, entre las profesiones que proporcionan más suicidios...(en cambio) en la industria agrícola es donde los antiguos poderes reguladores hacen todavía sentir mejor su influencia y donde la fiebre de los negocios ha penetrado menos... Las clases inferiores tienen al menos su horizonte limitado por aquellas que les están superpuestas, y, por eso mismo, sus deseos son más definidos, Pero los que no tienen más que el vacío sobre ellos, están casi forzados a perderse en él, si no hay una fuerza que les impulse hacia atrás.
La anomia es pues, en nuestras sociedades modernas, un factor regular y específico de suicidios; una de las fuentes donde se alimenta el contingente anual. Estamos en presencia de un nuevo tipo (de suicidio) que debe distinguirse de los otros. Difiere de ellos en cuanto depende, no de la manera de estar ligados los individuos a la sociedad, sino del como ella los reglamente. El suicidio egoísta procede de que los hombres no perciben ya la razón de estar en la vida (producto de la individualización exagerada que produce depresión y melancolía cuando no hay otro ideal común); el suicidio altruista, de que esta razón les parece estar de la misma vida; la tercera clase de suicidio... de que su actividad está desorganizada y de lo que por esta razón sufren...
(El suicidio egoísta y el anómico) se producen por no estar la sociedad lo bastante presente ante los individuos. Pero la esfera de donde está ausente no es la misma. En el suicidio egoísta es a la actividad propiamente colectiva a quien hace falta, dejándola así desprovista de freno y significación. En el suicidio anómico son las pasiones propiamente individuales las que la necesitan y quedan sin norma que las regule... Así no es en los mismos medios sociales donde estas dos especies de suicidios reclutan su principal clientela; el uno elige el terreno de las carreras intelectuales, el mundo donde se piensa; el otro, el mundo industrial y comercial.

Selección de Textos de K. MARX

MARX, K. (1973) Contribución a la crítica de la economía política.

Selección de texto: Prefacio en contribución a la crítica de la economía política.
Carlos Marx inicia sus estudios de economía política a partir de una revisión crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel, trabajo cuya introducción aparecerá en 1844 en Los Anales Franco Alemanes publicados en Paris. Luego en Bruselas, lugar al que se traslada debido a una orden de destierro continuará con los estudios iniciados en Paris. El resultado general al que llega y que son el hilo conductor de sus estudios, C. Marx lo formula de la siguiente manera:

“En la producción social de su vida los hombres establecen determinadas relaciones necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de producción que corresponden a una fase determinada de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. El conjunto de estas relaciones de producción forma la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la que se levanta la superestructura jurídica y política y a la que corresponden determinadas formas de conciencia social. El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de la vida social política y espiritual en general. No es la conciencia del hombre la que determina su ser sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia. Al llegar a una fase determinada de desarrollo las fuerzas productivas materiales de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existentes o, lo que no es más que la expresión jurídica de esto, con las relaciones de propiedad dentro de las cuales se han desenvuelto hasta allí. De formas de desarrollo de las fuerzas productivas, estas relaciones se convierten en trabas suyas, y se abre así una época de revolución social. Al cambiar la base económica se transforma, más o menos rápidamente, toda la inmensa superestructura erigida sobre ella. Cuando se estudian esas transformaciones hay que distinguir siempre entre los cambios materiales ocurridos en las condiciones económicas de producción y que pueden apreciarse con la exactitud propia de las ciencias naturales, y las formas jurídicas, políticas, religiosas, artísticas o filosóficas, en una palabra las formas ideológicas en que los hombres adquieren conciencia de este conflicto y luchan por resolverlo. Y del mismo modo que no podemos juzgar a un individuo por lo que él piensa de sí, no podemos juzgar tampoco a estas épocas de transformación por su conciencia, sino que, por el contrario, hay que explicarse esta conciencia por las contradicciones de la vida material, por el conflicto existente entre las fuerzas productivas sociales y las relaciones de producción. Ninguna formación social desaparece antes de que se desarrollen todas las fuerzas productivas que caben dentro de ella, y jamás aparecen nuevas y más elevadas relaciones de producción antes de que las condiciones materiales para su existencia hayan madurado dentro de la propia sociedad antigua. Por eso, la humanidad se propone siempre únicamente los objetivos que puede alcanzar, porque, mirando mejor, se encontrará siempre que estos objetivos sólo surgen cuando ya se dan o, por lo menos, se están gestando, las condiciones materiales para su realización. A grandes rasgos, podemos designar como otras tantas épocas de progreso en la formación económica de la sociedad el modo de producción asiático, el antiguo, el feudal y el moderno burgués. Las relaciones burguesas de producción son la última forma antagónica del proceso social de producción; antagónica, no en el sentido de un antagonismo individual, sino de un antagonismo que proviene de las condiciones sociales de vida de los individuos. Pero las fuerzas productivas que se desarrollan en la sociedad burguesa brindan, al mismo tiempo, las condiciones materiales para la solución de este antagonismo. Con esta formación social se cierra, por lo tanto, la prehistoria de la sociedad humana”.




Selección de texto: La ideología alemana. Editorial Pueblos Unidos-Cartago. Buenos Aires, 1985.
La primera premisa de toda historia humana es, naturalmente, la existencia de individuos humanos vivientes. El primer estado, de hecho comprobable es, por tanto, la organización corpórea de estos individuos y, como consecuencia de ello, su comportamiento hacia el resto de la naturaleza…
Podemos distinguir al hombre de los animales (…) a partir del momento en que comienza a producir sus medios de vida, paso éste que se halla condicionado por su organización corporal. Al producir sus medios de vida, el hombre produce indirectamente su propia vida material.
El modo como los hombres producen sus medios de vida depende, ante todo, de la naturaleza misma de los medios de vida con que se encuentran y que se trata de reproducir. Este modo de producción no debe considerarse sólo en cuanto es la producción de la existencia física de los individuos. Es, ya más bien, un determinado modo de la actividad de estos individuos, un determinado modo de manifestar su vida, un determinado modo de vida de los mismos. Tal y como los individuos manifiestan su vida, así son. Lo que son coincide, por consiguiente, con su producción, tanto con lo que producen como con el modo en que lo producen. Lo que son los individuos depende, por tanto, de las condiciones materiales de su producción.


MARX, K. ENGELS, F. (1970) La ideología alemana. Editorial Pueblos Unidos, Grijalbo. Barcelona. (Fragmentos)

(…) A partir del momento en que comienza a dividirse el trabajo, cada cual se mueve en un determinado círculo exclusivo de actividades, que le es impuesto y del que no puede salirse; el hombre es cazador, pescador, pastor o crítico, y no tiene más remedio que seguirlo siendo, si no quiere verse privado de los medios de vida (…)

La división del trabajo lleva aparejada, además, la contradicción entre el interés del individuo concreto y el interés común de todos los individuos relacionados entre sí, interés común que no existe, ciertamente, tan sólo en la idea, como algo “general”, sino que se presenta en la realidad, ante todo, como una relación de mutua dependencia de los individuos entre quienes aparece dividido el trabajo. Finalmente, la división del trabajo nos brinda ya el primer ejemplo de cómo, mientras los hombres viven en una sociedad natural, mientras se da, por tanto, una separación entre el interés particular y el interés común, mientras las actividades, por consiguiente, no aparecen divididas voluntariamente, sino por modo natural, los actos propios del hombre se erigen ante él en un poder ajeno y hostil, que le sojuzga, en vez de ser él quien los domine (…)

Precisamente por virtud de esta contradicción entre el interés particular y el interés común, cobra el interés común, en cuanto Estado, una forma propia e independiente, separada de los reales intereses particulares y colectivos, (toma la forma de) una comunidad ilusoria, pero siempre sobre la base real de los vínculos existentes, (vale decir, sobre la base de) las clases, ya condicionadas por la división del trabajo, que se forman y diferencian en cada uno de los conglomerados humanos y entre las cuales hay una que domina sobre todas las demás (…)

(De manera que) toda clase que aspire a implantar su dominación tiene que empezar conquistando el poder político, para poder presentar su interés como el interés general (y esto en virtud de que) las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en cada época; o, dicho en otros términos, la clase que ejerce el poder material dominante en la sociedad es, al mismo tiempo, su poder espiritual dominante. La clase que tiene a su disposición los medios para la producción material dispone con ello, al mismo tiempo, de los medios para la producción espiritual, lo que hace que se le sometan, al propio tiempo, por término medio, las ideas de quienes carecen de los medios necesarios para producir espiritualmente. Las ideas dominantes no son otra cosa que la expresión ideal de las relaciones materiales dominantes, las mismas relaciones materiales dominantes concebidas como ideas; por tanto, las relaciones que hacen de una determinada clase la clase dominante son también las que confieren el papel dominante a sus ideas. Los individuos que forman la clase dominante tienen también, entre otras cosas, conciencia de ello y piensan a tono con ello; por eso, en cuanto dominan como clase y en cuanto determinan todo el ámbito de una época histórica, se comprende de suyo que lo hagan en toda su extensión y, por tanto, entre otras cosas, también como pensadores, como productores de ideas, que regulen la producción y distribución de las ideas de su tiempo; y que sus ideas sean, por ello mismo, las ideas dominantes de la época. Por ejemplo, en una época y en un país en que se disputan el poder la corona, la aristocracia y la burguesía, en que, por tanto, se halla dividida la dominación, se impone como idea dominante la doctrina de la división de poderes, proclamada ahora como “ley eterna” (…)

Ahora bien, si, en la concepción del proceso histórico, se separan las ideas de la clase dominante de esta clase misma; si se las convierte en algo aparte e independiente; si nos limitamos a afirmar que en una época han dominado tales o cuales ideas, sin preocuparnos ni en lo mínimo de las condiciones de producción ni de los productores de estas ideas; si, por tanto, damos de lado a los individuos y a las situaciones universales que sirven de base a las ideas, podemos afirmar, por ejemplo, que en la época en que dominó la aristocracia imperaron las ideas del honor, la lealtad, etc., mientras que la dominación de la burguesía representó el impero de las ideas de la libertad, la igualdad, etc. así se imagina las cosas, por regla general, la propia clase dominante. Esta concepción de la historia, que prevalece entre todos los historiadores desde el siglo XVIII, tropezará necesariamente con el fenómeno de que imperan ideas cada vez más abstractas, es decir, que se revisten cada vez más de la forma de lo general. En efecto, cada nueva clase que pasa a ocupar el puesto de la que dominó antes de ella se ve obligada, para poder sacar adelante los fines que persigue, a presentar su propio interés como el interés común de todos los miembros de la sociedad, es decir, expresando esto mismo en términos ideales, a imprimir a sus ideas de la forma de lo general, a presentar estas ideas como las únicas racionales y dotadas de vigencia absoluta (…)

Las condiciones de existencia de la clase dominante (se expresan) idealmente en las leyes, en la moral, etc. (aunque están condicionadas por el desarrollo anterior de la producción). (A estas expresiones idealizadas) los ideólogos les dan, con mayor o menor conciencia, su propia sustantividad, representándose ante la conciencia de los individuos de esta clase (la dominante) como misión, etc., y oponiéndose a los individuos de las clase dominada como norma de vida, bien como embellecimiento o conciencia de la dominación, bien como medio moral de ella. En este caso como en todos, los ideólogos vuelven necesariamente las cosas del revés y ven en su ideología tanto la fuerza engendradora como el fin de todas las relaciones sociales, cuando en realidad no son más que la expresión y el síntoma de éstas(…)






Marx, Karl (1970) Miseria de la filosofía – Siglo XXI argentina ed., Buenos Aires. (Fragmentos)

Los economistas razonan de singular manera. Para ellos no hay más que dos clases de instituciones: unas artificiales y otras naturales. Las instituciones del feudalismo son artificiales y las de la burguesía son naturales. Aquí los economistas se parecen a los teólogos, que a su vez establecen dos clases de religiones. Toda religión extraña es pura invención humana, mientras que su propia religión es una emanación divina. Al decir que las actuales relaciones - las de la producción burguesa- son naturales, los economistas dan a entender que se trata precisamente de unas relaciones bajo las cuales se crea la riqueza y se desarrollan las fuerzas productivas de acuerdo con las leyes de la naturaleza. Por consiguiente, estas relaciones son en sí leyes naturales, independientes de la influencia del tiempo. Son leyes eternas que deben regir siempre la sociedad. De modo que hasta ahora ha habido historia, pero ahora ya no la hay. Ha habido historia porque ha habido instituciones feudales y porque en estas instituciones feudales nos encontramos con unas relaciones de producción completamente diferentes de las relaciones de producción de la sociedad burguesa, que los economistas quieren hacer pasar como naturales y por lo tanto, eternas (Pág. 104).


Marx, Karl (1971) Elementos fundamentales para la crítica de la economía política, Siglo XXI argentina ed., Buenos Aires. (Fragmento)

Cuanto más lejos nos remontamos en la historia, tanto más aparece el individuo – y por consiguiente también el individuo productor – como dependiente y formando parte de un todo mayor: en primer lugar de la familia y de esa familia ampliada que es la tribu, más tarde de las comunidades en sus distintas formas, resultado del antagonismo y de la fusión entre tribus. Solamente al llegar el S. XVIII las diferentes formas de conexión social aparecen ante el individuo como un simple medio para lograr sus fines privados, como una necesidad exterior. Pero la época que genera este punto de vista, esta idea del individuo aislado, es precisamente aquella en la cual las relaciones sociales (universales según este punto de vista) han llegado al más alto grado de desarrollo alcanzado hasta el presente. El hombre es, no solamente un animal social sino un animal que sólo puede individualizarse en sociedad. La producción por parte de un individuo aislado, fuera de la sociedad – hecho raro que bien puede ocurrir cuando un civilizado, que potencialmente posee ya en sí las fuerzas de la sociedad, se extravía accidentalmente en una comarca salvaje – no es menos absurda que la idea de un desarrollo del lenguaje sin individuos que vivan juntos y hablen entre sí. (Pág. 3 y 4)




Selección de texto: El capital. Crítica de la economía política. Capítulo I y V. Editorial Fondo de Cultura Económica. México
Un traje es un valor de uso que satisface una necesidad concreta. Para crearlo, se requiere una determinada clase de actividad productiva. Esta actividad está determina por su fin, modo de operar, objeto, medios y resultado. El trabajo cuya utilidad viene a materializarse así en el valor de uso de su producto o en el hecho de que su producto sea un valor de uso, es lo que llamamos, resumiendo todo eso, trabajo útil. Considerado desde este punto de vista, el trabajo se nos revela siempre asociado a su utilidad.
Del mismo modo que la traje y el lienzo son valores de uso cualitativamente distintos, los trabajos a que deben su existencia −o sea, el trabajo del sastre y el del tejedor– son también trabajos cualitativamente distintos…
Bajo el tropel de los diversos valores de uso o mercancías, desfila ante nosotros un conjunto de trabajos útiles no menos variados, trabajos que difieren unos de otros en género, especie, familia, subespecie y variedad: es la división social del trabajo, condición de vida de la producción de mercancías, aunque, ésta no lo sea, a su vez, de la división social del trabajo. Así, por ejemplo, la comunidad de la India antigua, supone una división social del trabajo, a pesar de lo cual los productos no se convierten allí en mercancías. O, para poner otro ejemplo más cercano a nosotros: en toda fábrica reina una división sistemática del trabajo, pero esta división no se basa en el hecho de que los obreros cambien entre sí sus productos individuales. Sólo los productos de trabajos privados independientes los unos de los otros pueden revestir en sus relaciones mutuas el carácter de mercancías.
Vemos, pues, que el valor de uso de toda mercancía representa una determinada actividad productiva encaminada a un fin o, lo que es lo mismo, un determinado trabajo útil. Los valores de uso no pueden enfrentarse los unos con los otros como mercancías si no encierran trabajos útiles cualitativamente distintos. En una sociedad cuyos productos revisten en general la forma de mercancías, es decir, en una sociedad de productores de mercancías, esta diferencia cualitativa que se acusa entre los distintos trabajos útiles realizados independientemente los unos de los otros como actividades privativas de otros tantos productores independientes, se va desarrollando hasta formar un complicado sistema, hasta convertirse en una división social del trabajo.

Al traje, como tal traje, le tiene sin cuidado, por lo demás, que la vista el sastre o su cliente. En ambos casos cumple su misión de valor de uso. La relación entre esa prenda y el trabajo que la produce no cambia tampoco, en realidad, porque la actividad del sastre se convierta en profesión especial, en categoría independiente dentro de la división social del trabajo. Allí donde la necesidad de vestido le acuciaba, el hombre se pasó largos siglos cortándose prendas más o menos burdas antes de convertirse de hombre en sastre. Sin embargo, al traje, el lienzo, todos los elementos de la riqueza material no suministrados por la naturaleza, deben siempre su existencia a una actividad productiva específica, útil, por medio de la cual se asimilan a determinadas necesidades humanas determinadas materias que la naturaleza brinda al hombre. Como creador de valores de uso, es decir como trabajo útil, el trabajo es, por tanto, condición de vida del hombre, y condición independiente de todas las formas de sociedad, una necesidad perenne y natural sin la que no se concebiría el intercambio orgánico entre el hombre y la naturaleza ni, por consiguiente, la vida humana.

El trabajo es, en primer término, un proceso entre la naturaleza y el hombre, proceso en que éste realiza, regula y controla mediante su propia acción su intercambio de materias con la naturaleza. En este proceso, el hombre se enfrenta como un poder natural con la materia de la naturaleza. Pone en acción las fuerzas naturales que forman su corporeidad, los brazos y las piernas, la cabeza y las manos, para de ese modo asimilarse, bajo una forma útil para su propia vida, las materias que la naturaleza le brinda. Y a la par que de ese modo actúa sobre la naturaleza exterior a él y la transforma, transforma su propia naturaleza, desarrollando las potencias que dormitan en él y sometiendo el juego de sus fuerzas a su propia disciplina. Aquí, no vamos a ocuparnos, pues no nos interesan, de las primeras formas de trabajo, formas instintivas y de tipo animal. Detrás de la fase en que el obrero se presenta en el mercado de mercancías como vendedor de su propia fuerza de trabajo, aparece, en un fondo prehistórico, la fase en que el trabajo humano no se ha desprendido aún de su primera forma instintiva. Aquí, partimos del supuesto del trabajo plasmado ya bajo una forma en la que pertenece exclusivamente al hombre. Una araña ejecuta operaciones que semejan a las manipulaciones del tejedor, y la construcción de los panales de las abejas podría avergonzar, por su perfección, a más de un maestro de obras. Pero, hay algo en que el peor maestro de obras aventaja, desde luego, a la mejor abeja, y es el hecho de que, antes de ejecutar la construcción, la proyecta en su cerebro. Al final del proceso de trabajo, brota un resultado que antes de comenzar el proceso existía ya en la mente del obrero; es decir, un resultado que tenía ya existencia ideal. El obrero no se limita a hacer cambiar de forma la materia que le brinda la naturaleza, sino que, al mismo tiempo, realiza en ella su fin, fin que él sabe que rige como una ley las modalidades de su actuación y al que tiene necesariamente que supeditar su voluntad. Y esta supeditación no constituye un acto aislado. Mientras permanezca trabajando, además de esforzar los órganos que trabajan, el obrero ha de aportar esa voluntad consciente del fin a que llamamos atención.


Marx, Karl El Capital. Crítica a la Economía política. CAPITULO XXIV. LA LLAMADA ACUMULACION ORIGINARIA

1. El secreto de la acumulación originaria

Hemos visto cómo se convierte el dinero en capital, cómo sale de éste la plusvalía y cómo la plusvalía engendra nuevo capital. Sin embargo, la acumulación de capital presupone la plusvalía, la plusvalía la producción capitalista y ésta la existencia en manos de los productores de mercancías de grandes masas de capital y fuerza de trabajo. Todo este proceso parece moverse dentro de un circulo vicioso, del que sólo podemos salir dando por supuesta una acumulación “originaria” anterior a la acumulación capitalista (“previous accumulation”, la denomina Adam Smith); una acumulación que no es resultado, sino punto de partida del régimen capitalista de producción.
Esta acumulación originaria viene a desempeñar en economía política el mismo papel que desempeña en teología el pecado original. Al morder la manzana, Adán engendró el pecado y lo trasmitió a toda la humanidad.
Los orígenes de la primitiva acumulación pretenden explicarse relatándolos como una anécdota del pasado. En tiempos muy remotos –se nos dice–, había, de una parte, una minoría trabajadora, inteligente y sobre todo ahorrativa, y de la otra un tropel de descamisados, haraganes, que derrochaban cuanto tenían y aún más. Es cierto que la leyenda del pecado original teológico nos dice que el hombre fue condenado a ganar el pan con el sudor de su frente; pero la historia del pecado original económico nos revela por qué hay gente que no necesita sudar para comer. No importa. Así se explica que mientras los primeros acumulaban riqueza, los segundos acabaron por no tener ya nada que vender más que su pelleja. De este pecado original arranca la pobreza de la gran mayoría, que todavía hoy, a pesar de lo mucho que trabajan, no tienen nada que vender más que sus personas, y la riqueza de una minoría, riqueza que no cesa de crecer, aunque haga ya muchísimo tiempo que sus propietarios han dejado de trabajar. Estas niñerías insustanciales son las que M. Thiers, por ejemplo, sirve todavía, con el empaque y la seriedad de un hombre de Estado, a los franceses, en otro tiempo tan ingeniosos, en defensa de la propriété. Tan pronto como se plantea el problema de la propiedad, se convierte en un deber sacrosanto abrazar el punto de vista de la cartilla infantil, como el único que cuadra a todas las edades y a todos los períodos. Sabido es que en la historia real desempeñan un gran papel la conquista, la esclavización, el robo y el asesinato; la violencia, en una palabra. En la dulce economía política, por el contrario, ha reinado siempre el idilio. Las únicas fuentes de riqueza han sido desde el primer momento la ley y el “trabajo”, exceptuando siempre, naturalmente, “el año en curso”. Pero, en la realidad, los métodos de la acumulación originaria fueron cualquier cosa menos idílicos.
Ni el dinero ni la mercancía son de por si capital, como no lo son tampoco los medios de producción ni los artículos de consumo. Necesitan convertirse en capital. Y para ello han de concurrir una serie de circunstancias concretas, que pueden resumirse así: han de enfrentarse y entrar en contacto dos clases muy diversas de poseedores de mercancías; de una parte, los propietarios de dinero, medios de producción y artículos de consumo, deseosos de valorizar la suma de valor de su propiedad mediante la compra de fuerza ajena de trabajo; de otra parte, los obreros libres, vendedores de su propia fuerza de trabajo y, por tanto, de su trabajo.
Obreros libres, en el doble sentido de que no figuran directamente entre los medios de producción, como los esclavos, los siervos, etc., ni cuentan tampoco con medios de producción propios, como el labrador que trabaja su propia tierra, etc.; libres y dueños de si mismos. Con esta polarización de1 mercado de mercancías, se dan las dos condiciones fundamentales de la producción capitalista. El régimen del capital presupone el divorcio entre los obreros y la propiedad sobre las condiciones de realización de su trabajo. Cuando ya se mueve por sus propios pies, la producción capitalista no sólo mantiene este divorcio, sino que lo reproduce y acentúa en una escala cada vez mayor. Por tanto, el proceso que engendra el capitalismo sólo puede ser uno: el proceso de disociación entre el obrero y la propiedad sobre las condiciones de su trabajo, proceso que de una parte convierte en capital los medios sociales de vida y de producción, mientras de otra parte convierte a los productores directos en obreros asalariados. La llamada acumulación originaria no es, pues, más que el proceso histórico de disociación entre el productor y los medios de producción. Se la llama “originaria” porque forma la prehistoria del capital y del régimen capitalista de producción.
La estructura económica de la sociedad capitalista brotó de la estructura económica de la sociedad feudal. Al disolverse ésta, salieron a la superficie los elementos necesarios para la formación de aquélla.
El productor directo, el obrero, no pudo disponer de su persona hasta que no dejó de vivir sujeto a la gleba y de ser esclavo o siervo de otra persona. Además, para poder convertirse en vendedor libre de fuerza de trabajo, que acude con su mercancía a dondequiera que encuentra mercado para ella, hubo de sacudir también el yugo de los gremios, sustraerse a las ordenanzas sobre los aprendices y los oficiales y a todos los estatutos que embarazaban el trabajo. Por eso, en uno de sus aspectos, el movimiento histórico que convierte a los productores en obreros asalariados representa la liberación de la servidumbre y la coacción gremial, y este aspecto es el único que existe para nuestros historiadores burgueses. Pero, si enfocamos el otro aspecto, vemos que estos trabajadores recién emancipados sólo pueden convertirse en vendedores de si mismos, una vez que se ven despojados de todos sus medios de producción y de todas las garantías de vida que las viejas instituciones feudales les aseguraban. El recuerdo de esta cruzada de expropiación ha quedado inscrito en los anales de la historia con trazos indelebles de sangre y fuego.
A su vez, los capitalistas industriales, los potentados de hoy, tuvieron que desalojar, para llegar a este puesto, no sólo a los maestros de los gremios artesanos, sino también a los señores feudales, en cuyas manos se concentraban las fuentes de la riqueza. Desde este punto de vista, su ascensión es el fruto de una lucha victoriosa contra el régimen feudal y sus irritantes privilegios, y contra los gremios y las trabas que éstos ponían al libre desarrollo de la producción y a la libre explotación del hombre por el hombre. Pero los caballeros de la industria sólo consiguieron desplazar por completo a los caballeros de la espada, explotando sucesos en que éstos no tenían la menor parte de culpa. Subieron y triunfaron por procedimientos no menos viles que los que en su tiempo empleó el liberto romano para convertirse en señor de su patrono.
El proceso de donde salieron el obrero asalariado y el capitalista, tuvo como punto de partida la esclavización del obrero. En las etapas sucesivas, esta esclavización no hizo más que cambiar de forma: la explotación feudal se convirtió en explotación capitalista. Para explicar la marcha de este proceso, no hace falta remontarse muy atrás. Aunque los primeros indicios de producción capitalista se presentan ya, esporádicamente, en algunas ciudades del Mediterráneo durante los siglos XIV y XV, la era capitalista sólo data, en realidad, del siglo XVI. Allí donde surge el capitalismo hace ya mucho tiempo que se ha abolido la servidumbre y que el punto de esplendor de la Edad Media, la existencia de ciudades soberanas, ha declinado y palidecido.
En la historia de la acumulación originaria hacen época todas las transformaciones que sirven de punto de apoyo a la naciente clase capitalista, y sobre todo los momentos en que grandes masas de hombres se ven despojadas repentina y violentamente de sus medios de producción para ser lanzadas al mercado de trabajo como proletarios libres, y privados de todo medio de vida. Sirve de base a todo este proceso la expropiación que priva de su tierra al productor rural, al campesino. Su historia presenta una modalidad diversa en cada país, y en cada una de ellos recorre las diferentes fases en distinta gradación y en épocas históricas diversas. Pero donde reviste su forma clásica es en Inglaterra, país que aquí tomamos, por tanto, como modelo.

7. Tendencia histórica de la acumulación capitalista
¿A qué tiende la acumulación originaria del capital, es decir, su génesis histórica? Cuando no se limita a convertir directamente al esclavo y al siervo de la gleba en obrero asalariado, determinando por tanto un simple cambio de forma, la acumulación originaria significa pura y exclusivamente la expropiación del productor directo, o lo que es lo mismo, la destrucción de la propiedad privada basada en el trabajo.
La propiedad privada, por oposición a la propiedad social, colectiva, sólo existe allí donde los instrumentos de trabajo y las condiciones externas de éste pertenecen en propiedad a los particulares. Pero el carácter de la propiedad privada es muy distinto, según que estos particulares sean obreros o personas que no trabajen. Las infinitas modalidades que a primera vista presenta este derecho son todas situaciones intermedias que oscilan entre estos dos extremos.
La propiedad privada del trabajador sobre sus medios de producción es la base de la pequeña industria y ésta una condición necesaria para el desarrollo de la producción social y de la libre individualidad del propio trabajador. Cierto es que este sistema de producción existe también bajo la esclavitud, bajo la servidumbre de la gleba y en otros regímenes de anulación de la personalidad. Pero sólo florece, sólo despliega todas sus energías, sólo conquista su forma clásica adecuada allí donde el trabajador es propietario libre de las condiciones de trabajo manejadas por él mismo: el campesino dueño de la tierra que trabaja, el artesano dueño del instrumento que maneja como un virtuoso.
Este régimen supone la diseminación de la tierra y de los demás medios de producción. Excluye la concentración de éstos, y excluye también la cooperación, la división del trabajo dentro de los mismos procesos de producción, la conquista y regulación social de la naturaleza, el libre desarrollo de las fuerzas sociales productivas. Sólo es compatible con los estrechos límites elementales, primitivos, de la producción y la sociedad. Querer eternizarlo equivaldría, como acertadamente dice Pecqueur, a "decretar la mediocridad general". Al llegar a un cierto grado de progreso, él mismo alumbra los medios materiales para su destrucción. A partir de este momento, en el seno de la sociedad se agitan fuerzas y pasiones que se sienten cohibidas por él. Hácese necesario destruirlo, y es destruido. Su destrucción, la transformación de los medios de producción individuales y desperdigados en medios sociales y concentrados de producción, y, por tanto, de la propiedad raquítica de muchos en propiedad gigantesca de pocos, o lo que es lo mismo, la expropiación que priva a la gran masa del pueblo de la tierra y de los medios de vida e instrumentos de trabajo, esta espantosa y difícil expropiación de la masa del pueblo, forma la prehistoria del capital. Abarca toda una serie de métodos violentos, entre los cuales sólo hemos pasado revista aquí, como métodos de acumulación originaria del capital, a los más importantes y memorables. La expropiación del productor directo se lleva a cabo con el más despiadado vandalismo y bajo el acicate de las pasiones más infames, más sucias, más mezquinas y más odiosas. La propiedad privada fruto del propio trabajo y basada, por así decirlo, en la compenetración del obrero individual e independiente con sus condiciones de trabajo, es devorada por la propiedad privada capitalista, basada en la explotación de trabajo ajeno, aunque formalmente libre.
Una vez que este proceso de transformación corroe suficientemente, en profundidad y en extensión, la sociedad antigua; una vez que los trabajadores se convierten en proletarios y sus condiciones de trabajo en capital; una vez que el régimen capitalista de producción se mueve ya por sus propios medios, el rumbo ulterior de la socialización del trabajo y de la transformación de la tierra y demás medios de producción en medios de producción explotados socialmente, es decir, colectivos, y, por tanto, la marcha ulterior de la expropiación de los propietarios privados, cobra una forma nueva. Ahora, ya no se trata de expropiar al trabajador independiente, sino de expropiar al capitalista explotador de numerosos trabajadores.
Esta expropiación la lleva a cabo el juego de las leyes inmanentes de la propia producción capitalista, la centralización de los capitales. Cada capitalista desplaza a otros muchos. Paralelamente con esta centralización del capital o expropiación de muchos capitalistas por unos pocos, se desarrolla en una escala cada vez mayor la forma cooperativa del proceso de trabajo, la aplicación técnica consciente de la ciencia, la explotación sistemática y organizada de la tierra, la transformación de los medios de trabajo en medios de trabajo utilizables sólo colectivamente, la economía de todos los medios de producción al ser empleados como medios de producción de un trabajo combinado, social, la absorción de todos los países por la red del mercado mundial y, como consecuencia de esto, el carácter internacional del régimen capitalista. Conforme disminuye progresivamente el número de magnates capitalistas que usurpan y monopolizan este proceso de transformación, crece la masa de la miseria, de la opresión, del esclavizamiento, de la degeneración, de la explotación; pero crece también la rebeldía de la clase obrera, cada vez más numerosa y más disciplinada, mas unida y más organizada por el mecanismo del mismo proceso capitalista de producción. El monopolio del capital se convierte en grillete del régimen de producción que ha crecido con él y bajo él. La centralización de los medios de producción y la socialización del trabajo llegan a un punto en que se hacen incompatibles con su envoltura capitalista. Esta salta hecha añicos. Ha sonado la hora final de la propiedad privada capitalista. Los expropiadores son expropiados.
El sistema de apropiación capitalista que brota del régimen capitalista de producción, y por tanto la propiedad privada capitalista, es la primera negación de la propiedad privada individual, basada en el propio trabajo. Pero la producción capitalista engendra, con la fuerza inexorable de un proceso natural, su primera negación. Es la negación de la negación. Esta no restaura la propiedad privada ya destruida, sino una propiedad individual que recoge los progresos de la era capitalista: una propiedad individual basada en la cooperación y en la posesión colectiva de la tierra y de los medios de producción producidos por el propio trabajo.
La transformación de la propiedad privada dispersa y basada en el trabajo personal del individuo en propiedad privada capitalista fue, naturalmente, un proceso muchísimo más lento, más duro y más difícil, que será la transformación de la propiedad capitalista, que en realidad descansa ya sobre métodos sociales de producción, en propiedad social. Allí, se trataba de la expropiación de la masa del pueblo por unos cuantos usurpadores; aquí, de la expropiación de unos cuantos usurpadores por la masa del pueblo.


Marx, K y F. Engels: Manifiesto del partido comunista

BURGUESES Y PROLETARIOS
Toda la historia de la sociedad humana, hasta la actualidad, es una historia de luchas de clases.
Libres y esclavos, patricios y plebeyos, barones y siervos de la gleba, maestros y oficiales; en una palabra, opresores y oprimidos, frente a frente siempre, empeñados en una lucha ininterrumpida, velada unas veces, y otras franca y abierta, en una lucha que conduce en cada etapa a la transformación revolucionaria de todo el régimen social o al exterminio de ambas clases beligerantes.
En los tiempos históricos nos encontramos a la sociedad dividida casi por doquier en una serie de estamentos, dentro de cada uno de los cuales reina, a su vez, una nueva jerarquía social de grados y posiciones. En la Roma antigua son los patricios, los équites, los plebeyos, los esclavos; en la Edad Media, los señores feudales, los vasallos, los maestros y los oficiales de los gremios, los siervos de la gleba, y dentro de cada una de esas clases todavía nos encontramos con nuevos matices y gradaciones.
La moderna sociedad burguesa que se alza sobre las ruinas de la sociedad feudal no ha abolido los antagonismos de clase. Lo que ha hecho ha sido crear nuevas clases, nuevas condiciones de opresión, nuevas modalidades de lucha, que han venido a sustituir a las antiguas.
Sin embargo, nuestra época, la época de la burguesía, se caracteriza por haber simplificado estos antagonismos de clase. Hoy, toda la sociedad tiende a separarse, cada vez más abiertamente, en dos grandes campos enemigos, en dos grandes clases antagónicas: la burguesía y el proletariado.
De los siervos de la gleba de la Edad Media surgieron los “villanos” de las primeras ciudades; y estos villanos fueron el germen de donde brotaron los primeros elementos de la burguesía.
El descubrimiento de América, la circunnavegación de África abrieron nuevos horizontes e imprimieron nuevo impulso a la burguesía. El mercado de China y de las Indias orientales, la colonización de América, el intercambio con las colonias, el incremento de los medios de cambio y de las mercaderías en general, dieron al comercio, a la navegación, a la industria, un empuje jamás conocido, atizando con ello el elemento revolucionario que se escondía en el seno de la sociedad feudal en descomposición.
El régimen feudal o gremial de producción que seguía imperando no bastaba ya para cubrir las necesidades que abrían los nuevos mercados. Vino a ocupar su puesto la manufactura. Los maestros de los gremios se vieron desplazados por la clase media industrial, y la división del trabajo entre las diversas corporaciones fue suplantada por la división del trabajo dentro de cada taller.
Pero los mercados seguían dilatándose, las necesidades seguían creciendo. Ya no bastaba tampoco la manufactura. El invento del vapor y la maquinaria vinieron a revolucionar el régimen industrial de producción. La manufactura cedió el puesto a la gran industria moderna, y la clase media industrial hubo de dejar paso a los magnates de la industria, jefes de grandes ejércitos industriales, a los burgueses modernos.
La gran industria creó el mercado mundial, ya preparado por el descubrimiento de América. El mercado mundial imprimió un gigantesco impulso al comercio, a la navegación, a las comunicaciones por tierra. A su vez, estos, progresos redundaron considerablemente en provecho de la industria, y en la misma proporción en que se dilataban la industria, el comercio, la navegación, los ferrocarriles, se desarrollaba la burguesía, crecían sus capitales, iba desplazando y esfumando a todas las clases heredadas de la Edad Media.
Vemos, pues, que la moderna burguesía es, como lo fueron en su tiempo las otras clases, producto de un largo proceso histórico, fruto de una serie de transformaciones radicales operadas en el régimen de cambio y de producción.
A cada etapa de avance recorrida por la burguesía corresponde una nueva etapa de progreso político. Clase oprimida bajo el mando de los señores feudales, la burguesía forma en la “comuna” una asociación autónoma y armada para la defensa de sus intereses; en unos sitios se organiza en repúblicas municipales independientes; en otros forma el tercer estado tributario de las monarquías; en la época de la manufactura es el contrapeso de la nobleza dentro de la monarquía feudal o absoluta y el fundamento de las grandes monarquías en general, hasta que, por último, implantada la gran industria y abiertos los cauces del mercado mundial, se conquista la hegemonía política y crea el moderno Estado representativo. Hoy, el Poder público viene a ser, pura y simplemente, el Consejo de administración que rige los intereses colectivos de la clase burguesa.
La burguesía ha desempeñado, en el transcurso de la historia, un papel verdaderamente revolucionario.
Dondequiera que se instauró, echó por tierra todas las instituciones feudales, patriarcales e idílicas. Desgarró implacablemente los abigarrados lazos feudales que unían al hombre con sus superiores naturales y no dejó en pie más vínculo que el del interés escueto, el del dinero contante y sonante, que no tiene entrañas. Echó por encima del santo temor de Dios, de la devoción mística y piadosa, del ardor caballeresco y la tímida melancolía del buen burgués, el jarro de agua helada de sus cálculos egoístas. Enterró la dignidad personal bajo el dinero y redujo todas aquellas innumerables libertades escrituradas y bien adquiridas a una única libertad: la libertad ilimitada de comerciar. Sustituyó, para decirlo de una vez, un régimen de explotación, velado por los cendales de las ilusiones políticas y religiosas, por un régimen franco, descarado, directo, escueto, de explotación.
La burguesía despojó de su halo de santidad a todo lo que antes se tenía por venerable y digno de piadoso acontecimiento. Convirtió en sus servidores asalariados al médico, al jurista, al poeta, al sacerdote, al hombre de ciencia.
La burguesía desgarró los velos emotivos y sentimentales que envolvían la familia y puso al desnudo la realidad económica de las relaciones familiares.
La burguesía vino a demostrar que aquellos alardes de fuerza bruta que la reacción tanto admira en la Edad Media tenían su complemento cumplido en la haraganería más indolente. Hasta que ella no lo reveló no supimos cuánto podía dar de sí el trabajo del hombre. La burguesía ha producido maravillas mucho mayores que las pirámides de Egipto, los acueductos romanos y las catedrales góticas; ha acometido y dado cima a empresas mucho más grandiosas que las emigraciones de los pueblos y las cruzadas.
La burguesía no puede existir si no es revolucionando incesantemente los instrumentos de la producción, que tanto vale decir el sistema todo de la producción, y con él todo el régimen social. Lo contrario de cuantas clases sociales la precedieron, que tenían todas por condición primaria de vida la intangibilidad del régimen de producción vigente. La época de la burguesía se caracteriza y distingue de todas las demás por el constante y agitado desplazamiento de la producción, por la conmoción ininterrumpida de todas las relaciones sociales, por una inquietud y una dinámica incesantes. Las relaciones inconmovibles y mohosas del pasado, con todo su séquito de ideas y creencias viejas y venerables, se derrumban, y las nuevas envejecen antes de echar raíces. Todo lo que se creía permanente y perenne se esfuma, lo santo es profanado, y, al fin, el hombre se ve constreñido, por la fuerza de las cosas, a contemplar con mirada fría su vida y sus relaciones con los demás.
La necesidad de encontrar mercados espolea a la burguesía de una punta u otra del planeta. Por todas partes anida, en todas partes construye, por doquier establece relaciones.
La burguesía, al explotar el mercado mundial, da a la producción y al consumo de todos los países un sello cosmopolita. Entre los lamentos de los reaccionarios destruye los cimientos nacionales de la industria. Las viejas industrias nacionales se vienen a tierra, arrolladas por otras nuevas, cuya instauración es problema vital para todas las naciones civilizadas; por industrias que ya no transforman como antes las materias primas del país, sino las traídas de los climas más lejanos y cuyos productos encuentran salida no sólo dentro de las fronteras, sino en todas las partes del mundo. Brotan necesidades nuevas que ya no bastan a satisfacer, como en otro tiempo, los frutos del país, sino que reclaman para su satisfacción los productos de tierras remotas. Ya no reina aquel mercado local y nacional que se bastaba así mismo y donde no entraba nada de fuera; ahora, la red del comercio es universal y en ella entran, unidas por vínculos de interdependencia, todas las naciones. Y lo que acontece con la producción material, acontece también con la del espíritu. Los productos espirituales de las diferentes naciones vienen a formar un acervo común. Las limitaciones y peculiaridades del carácter nacional van pasando a segundo plano, y las literaturas locales y nacionales confluyen todas en una literatura universal.
La burguesía, con el rápido perfeccionamiento de todos los medios de producción, con las facilidades increíbles de su red de comunicaciones, lleva la civilización hasta a las naciones más salvajes. El bajo precio de sus mercancías es la artillería pesada con la que derrumba todas las murallas de la China, con la que obliga a capitular a las tribus bárbaras más ariscas en su odio contra el extranjero. Obliga a todas las naciones a abrazar el régimen de producción de la burguesía o perecer; las obliga a implantar en su propio seno la llamada civilización, es decir, a hacerse burguesas. Crea un mundo hecho a su imagen y semejanza.
La burguesía somete el campo al imperio de la ciudad. Crea ciudades enormes, intensifica la población urbana en una fuerte proporción respecto a la campesina y arranca a una parte considerable de la gente del campo al cretinismo de la vida rural. Y del mismo modo que somete el campo a la ciudad, somete los pueblos bárbaros y semibárbaros a las naciones civilizadas, los pueblos campesinos a los pueblos burgueses, el Oriente al Occidente.
La burguesía va aglutinando cada vez más los medios de producción, la propiedad y los habitantes del país. Aglomera la población, centraliza los medios de producción y concentra en manos de unos cuantos la propiedad. Este proceso tenía que conducir, por fuerza lógica, a un régimen de centralización política. Territorios antes independientes, apenas aliados, con intereses distintos, distintas leyes, gobiernos autónomos y líneas aduaneras propias, se asocian y refunden en una nación única, bajo un Gobierno, una ley, un interés nacional de clase y una sola línea aduanera.
En el siglo corto que lleva de existencia como clase soberana, la burguesía ha creado energías productivas mucho más grandiosas y colosales que todas las pasadas generaciones juntas. Basta pensar en el sometimiento de las fuerzas naturales por la mano del hombre, en la maquinaria, en la aplicación de la química a la industria y la agricultura, en la navegación de vapor, en los ferrocarriles, en el telégrafo eléctrico, en la roturación de continentes enteros, en los ríos abiertos a la navegación, en los nuevos pueblos que brotaron de la tierra como por ensalmo... ¿Quién, en los pasados siglos, pudo sospechar siquiera que en el regazo de la sociedad fecundada por el trabajo del hombre yaciesen soterradas tantas y tales energías y elementos de producción?
Hemos visto que los medios de producción y de transporte sobre los cuales se desarrolló la burguesía brotaron en el seno de la sociedad feudal. Cuando estos medios de transporte y de producción alcanzaron una determinada fase en su desarrollo, resultó que las condiciones en que la sociedad feudal producía y comerciaba, la organización feudal de la agricultura y la manufactura, en una palabra, el régimen feudal de la propiedad, no correspondían ya al estado progresivo de las fuerzas productivas. Obstruían la producción en vez de fomentarla. Se habían convertido en otras tantas trabas para su desenvolvimiento. Era menester hacerlas saltar, y saltaron.
Vino a ocupar su puesto la libre concurrencia, con la constitución política y social a ella adecuada, en la que se revelaba ya la hegemonía económica y política de la clase burguesa.
Pues bien: ante nuestros ojos se desarrolla hoy un espectáculo semejante. Las condiciones de producción y de cambio de la burguesía, el régimen burgués de la propiedad, la moderna sociedad burguesa, que ha sabido hacer brotar como por encanto tan fabulosos medios de producción y de transporte, recuerda al brujo impotente para dominar los espíritus subterráneos que conjuró. Desde hace varias décadas, la historia de la industria y del comercio no es más que la historia de las modernas fuerzas productivas que se rebelan contra el régimen vigente de producción, contra el régimen de la propiedad, donde residen las condiciones de vida y de predominio político de la burguesía. Basta mencionar las crisis comerciales, cuya periódica reiteración supone un peligro cada vez mayor para la existencia de la sociedad burguesa toda. Las crisis comerciales, además de destruir una gran parte de los productos elaborados, aniquilan una parte considerable de las fuerzas productivas existentes. En esas crisis se desata una epidemia social que a cualquiera de las épocas anteriores hubiera parecido absurda e inconcebible: la epidemia de la superproducción. La sociedad se ve retrotraída repentinamente a un estado de barbarie momentánea; se diría que una plaga de hambre o una gran guerra aniquiladora la han dejado esquilmado, sin recursos para subsistir; la industria, el comercio están a punto de perecer. ¿Y todo por qué? Porque la sociedad posee demasiada civilización, demasiados recursos, demasiada industria, demasiado comercio. Las fuerzas productivas de que dispone no sirven ya para fomentar el régimen burgués de la propiedad; son ya demasiado poderosas para servir a este régimen, que embaraza su desarrollo. Y tan pronto como logran vencer este obstáculo, siembran el desorden en la sociedad burguesa, amenazan dar al traste con el régimen burgués de la propiedad. Las condiciones sociales burguesas resultan ya demasiado angostas para abarcar la riqueza por ellas engendrada. ¿Cómo se sobrepone a las crisis la burguesía? De dos maneras: destruyendo violentamente una gran masa de fuerzas productivas y conquistándose nuevos mercados, a la par que procurando explotar más concienzudamente los mercados antiguos. Es decir, que remedia unas crisis preparando otras más extensas e imponentes y mutilando los medios de que dispone para precaverlas.
Las armas con que la burguesía derribó al feudalismo se vuelven ahora contra ella.
Y la burguesía no sólo forja las armas que han de darle la muerte, sino que, además, pone en pie a los hombres llamados a manejarlas: estos hombres son los obreros, los proletarios.
En la misma proporción en que se desarrolla la burguesía, es decir, el capital, desarrollase también el proletariado, esa clase obrera moderna que sólo puede vivir encontrando trabajo y que sólo encuentra trabajo en la medida en que éste alimenta a incremento el capital. El obrero, obligado a venderse a trozos, es una mercancía como otra cualquiera, sujeta, por tanto, a todos los cambios y modalidades de la concurrencia, a todas las fluctuaciones del mercado.
La extensión de la maquinaria y la división del trabajo quitan a éste, en el régimen proletario actual, todo carácter autónomo, toda libre iniciativa y todo encanto para el obrero. El trabajador se convierte en un simple resorte de la máquina, del que sólo se exige una operación mecánica, monótona, de fácil aprendizaje. Por eso, los gastos que supone un obrero se reducen, sobre poco más o menos, al mínimo de lo que necesita para vivir y para perpetuar su raza. Y ya se sabe que el precio de una mercancía, y como una de tantas el trabajo, equivale a su coste de producción. Cuanto más repelente es el trabajo, tanto más disminuye el salario pagado al obrero. Más aún: cuanto más aumentan la maquinaria y la división del trabajo, tanto más aumenta también éste, bien porque se alargue la jornada, bien porque se intensifique el rendimiento exigido, se acelere la marcha de las máquinas, etc.
La industria moderna ha convertido el pequeño taller del maestro patriarcal en la gran fábrica del magnate capitalista. Las masas obreras concentradas en la fábrica son sometidas a una organización y disciplina militares. Los obreros, soldados rasos de la industria, trabajan bajo el mando de toda una jerarquía de sargentos, oficiales y jefes. No son sólo siervos de la burguesía y del Estado burgués, sino que están todos los días y a todas horas bajo el yugo esclavizador de la máquina, del contramaestre, y sobre todo, del industrial burgués dueño de la fábrica. Y este despotismo es tanto más mezquino, más execrable, más indignante, cuanta mayor es la franqueza con que proclama que no tiene otro fin que el lucro.
Cuanto menores son la habilidad y la fuerza que reclama el trabajo manual, es decir, cuanto mayor es el desarrollo adquirido por la moderna industria, también es mayor la proporción en que el trabajo de la mujer y el niño desplaza al del hombre. Socialmente, ya no rigen para la clase obrera esas diferencias de edad y de sexo. Son todos, hombres, mujeres y niños, meros instrumentos de trabajo, entre los cuales no hay más diferencia que la del coste.
Y cuando ya la explotación del obrero por el fabricante ha dado su fruto y aquél recibe el salario, caen sobre él los otros representantes de la burguesía: el casero, el tendero, el prestamista, etc.
Toda una serie de elementos modestos que venían perteneciendo a la clase media, pequeños industriales, comerciantes y rentistas, artesanos y labriegos, son absorbidos por el proletariado; unos, porque su pequeño caudal no basta para alimentar las exigencias de la gran industria y sucumben arrollados por la competencia de los capitales más fuertes, y otros porque sus aptitudes quedan sepultadas bajo los nuevos progresos de la producción. Todas las clases sociales contribuyen, pues, a nutrir las filas del proletariado.
El proletariado recorre diversas etapas antes de fortificarse y consolidarse. Pero su lucha contra la burguesía data del instante mismo de su existencia.
Al principio son obreros aislados; luego, los de una fábrica; luego, los de todas una rama de trabajo, los que se enfrentan, en una localidad, con el burgués que personalmente los explota. Sus ataques no van sólo contra el régimen burgués de producción, van también contra los propios instrumentos de la producción; los obreros, sublevados, destruyen las mercancías ajenas que les hacen la competencia, destrozan las máquinas, pegan fuego a las fábricas, pugnan por volver a la situación, ya enterrada, del obrero medieval.
En esta primera etapa, los obreros forman una masa diseminada por todo el país y desunida por la concurrencia. Las concentraciones de masas de obreros no son todavía fruto de su propia unión, sino fruto de la unión de la burguesía, que para alcanzar sus fines políticos propios tiene que poner en movimiento -cosa que todavía logra- a todo el proletariado. En esta etapa, los proletarios no combaten contra sus enemigos, sino contra los enemigos de sus enemigos, contra los vestigios de la monarquía absoluta, los grandes señores de la tierra, los burgueses no industriales, los pequeños burgueses. La marcha de la historia está toda concentrada en manos de la burguesía, y cada triunfo así alcanzado es un triunfo de la clase burguesa.
Sin embargo, el desarrollo de la industria no sólo nutre las filas del proletariado, sino que las aprieta y concentra; sus fuerzas crecen, y crece también la conciencia de ellas. Y al paso que la maquinaria va borrando las diferencias y categorías en el trabajo y reduciendo los salarios casi en todas partes a un nivel bajísimo y uniforme, van nivelándose también los intereses y las condiciones de vida dentro del proletariado. La competencia, cada vez más aguda, desatada entre la burguesía, y las crisis comerciales que desencadena, hacen cada vez más inseguro el salario del obrero; los progresos incesantes y cada día más veloces del maquinismo aumentan gradualmente la inseguridad de su existencia; las colisiones entre obreros y burgueses aislados van tomando el carácter, cada vez más señalado, de colisiones entre dos clases. Los obreros empiezan a coaligarse contra los burgueses, se asocian y unen para la defensa de sus salarios. Crean organizaciones permanentes para pertrecharse en previsión de posibles batallas. De vez en cuando estallan revueltas y sublevaciones.
Los obreros arrancan algún triunfo que otro, pero transitorio siempre. El verdadero objetivo de estas luchas no es conseguir un resultado inmediato, sino ir extendiendo y consolidando la unión obrera. Coadyuvan a ello los medios cada vez más fáciles de comunicación, creados por la gran industria y que sirven para poner en contacto a los obreros de las diversas regiones y localidades. Gracias a este contacto, las múltiples acciones locales, que en todas partes presentan idéntico carácter, se convierten en un movimiento nacional, en una lucha de clases. Y toda lucha de clases es una acción política. Las ciudades de la Edad Media, con sus caminos vecinales, necesitaron siglos enteros para unirse con las demás; el proletariado moderno, gracias a los ferrocarriles, ha creado su unión en unos cuantos años.
Esta organización de los proletarios como clase, que tanto vale decir como partido político, se ve minada a cada momento por la concurrencia desatada entre los propios obreros. Pero avanza y triunfa siempre, a pesar de todo, cada vez más fuerte, más firme, más pujante. Y aprovechándose de las discordias que surgen en el seno de la burguesía, impone la sanción legal de sus intereses propios. Así nace en Inglaterra la ley de la jornada de diez horas.
Las colisiones producidas entre las fuerzas de la antigua sociedad imprimen nuevos impulsos al proletariado. La burguesía lucha incesantemente: primero, contra la aristocracia; luego, contra aquellos sectores de la propia burguesía cuyos intereses chocan con los progresos de la industria, y siempre contra la burguesía de los demás países. Para librar estos combates no tiene más remedio que apelar al proletariado, reclamar su auxilio, arrastrándolo así a la palestra política. Y de este modo, le suministra elementos de fuerza, es decir, armas contra sí misma.
Además, como hemos visto, los progresos de la industria traen a las filas proletarias a toda una serie de elementos de la clase gobernante, o a lo menos los colocan en las mismas condiciones de vida. Y estos elementos suministran al proletariado nuevas fuerzas.
Finalmente, en aquellos períodos en que la lucha de clases está a punto de decidirse, es tan violento y tan claro el proceso de desintegración de la clase gobernante latente en el seno de la sociedad antigua, que una pequeña parte de esa clase se desprende de ella y abraza la causa revolucionaria, pasándose a la clase que tiene en sus manos el porvenir. Y así como antes una parte de la nobleza se pasaba a la burguesía, ahora una parte de la burguesía se pasa al campo del proletariado; en este tránsito rompen la marcha los intelectuales burgueses, que, analizando teóricamente el curso de la historia, han logrado ver claro en sus derroteros.
De todas las clases que hoy se enfrentan con la burguesía no hay más que una verdaderamente revolucionaria: el proletariado. Las demás perecen y desaparecen con la gran industria; el proletariado, en cambio, es su producto genuino y peculiar.
Los elementos de las clases medias, el pequeño industrial, el pequeño comerciante, el artesano, el labriego, todos luchan contra la burguesía para salvar de la ruina su existencia como tales clases. No son, pues, revolucionarios, sino conservadores. Más todavía, reaccionarios, pues pretenden volver atrás la rueda de la historia. Todo lo que tienen de revolucionario es lo que mira a su tránsito inminente al proletariado; con esa actitud no defienden sus intereses actuales, sino los futuros; se despojan de su posición propia para abrazar la del proletariado.
El proletariado andrajoso, esa putrefacción pasiva de las capas más bajas de la vieja sociedad, se verá arrastrado en parte al movimiento por una revolución proletaria, si bien las condiciones todas de su vida lo hacen más propicio a dejarse comprar como instrumento de manejos reaccionarios.
Las condiciones de vida de la vieja sociedad aparecen ya destruidas en las condiciones de vida del proletariado. El proletario carece de bienes. Sus relaciones con la mujer y con los hijos no tienen ya nada de común con las relaciones familiares burguesas; la producción industrial moderna, el moderno yugo del capital, que es el mismo en Inglaterra que en Francia, en Alemania que en Norteamérica, borra en él todo carácter nacional. Las leyes, la moral, la religión, son para él otros tantos prejuicios burgueses tras los que anidan otros tantos intereses de la burguesía. Todas las clases que le precedieron y conquistaron el Poder procuraron consolidar las posiciones adquiridas sometiendo a la sociedad entera a su régimen de adquisición. Los proletarios sólo pueden conquistar para sí las fuerzas sociales de la producción aboliendo el régimen adquisitivo a que se hallan sujetos, y con él todo el régimen de apropiación de la sociedad. Los proletarios no tienen nada propio que asegurar, sino destruir todos los aseguramientos y seguridades privadas de los demás.
Hasta ahora, todos los movimientos sociales habían sido movimientos desatados por una minoría o en interés de una minoría. El movimiento proletario es el movimiento autónomo de una inmensa mayoría en interés de una mayoría inmensa. El proletariado, la capa más baja y oprimida de la sociedad actual, no puede levantarse, incorporarse, sin hacer saltar, hecho añicos desde los cimientos hasta el remate, todo ese edificio que forma la sociedad oficial.
Por su forma, aunque no por su contenido, la campaña del proletariado contra la burguesía empieza siendo nacional. Es lógico que el proletariado de cada país ajuste ante todo las cuentas con su propia burguesía.
Al esbozar, en líneas muy generales, las diferentes fases de desarrollo del proletariado, hemos seguido las incidencias de la guerra civil más o menos embozada que se plantea en el seno de la sociedad vigente hasta el momento en que esta guerra civil desencadena una revolución abierta y franca, y el proletariado, derrocando por la violencia a la burguesía, echa las bases de su poder.
Hasta hoy, toda sociedad descansó, como hemos visto, en el antagonismo entre las clases oprimidas y las opresoras. Mas para poder oprimir a una clase es menester asegurarle, por lo menos, las condiciones indispensables de vida, pues de otro modo se extinguiría, y con ella su esclavizamiento. El siervo de la gleba se vio exaltado a miembro del municipio sin salir de la servidumbre, como el villano convertido en burgués bajo el yugo del absolutismo feudal. La situación del obrero moderno es muy distinta, pues lejos de mejorar conforme progresa la industria, decae y empeora por debajo del nivel de su propia clase. El obrero se depaupera, y el pauperismo se desarrolla en proporciones mucho mayores que la población y la riqueza. He ahí una prueba palmaria de la incapacidad de la burguesía para seguir gobernando la sociedad e imponiendo a ésta por norma las condiciones de su vida como clase. Es incapaz de gobernar, porque es incapaz de garantizar a sus esclavos la existencia ni aun dentro de su esclavitud, porque se ve forzada a dejarlos llegar hasta una situación de desamparo en que no tiene más remedio que mantenerles, cuando son ellos quienes debieran mantenerla a ella. La sociedad no puede seguir viviendo bajo el imperio de esa clase; la vida de la burguesía se ha hecho incompatible con la sociedad.
La existencia y el predominio de la clase burguesa tienen por condición esencial la concentración de la riqueza en manos de unos cuantos individuos, la formación e incremento constante del capital; y éste, a su vez, no puede existir sin el trabajo asalariado. El trabajo asalariado Presupone, inevitablemente, la concurrencia de los obreros entre sí. Los progresos de la industria, que tienen por cauce automático y espontáneo a la burguesía, imponen, en vez del aislamiento de los obreros por la concurrencia, su unión revolucionaria por la organización. Y así, al desarrollarse la gran industria, la burguesía ve tambalearse bajo sus pies las bases sobre que produce y se apropia lo producido. Y a la par que avanza, se cava su fosa y cría a sus propios enterradores. Su muerte y el triunfo del proletariado sin igualmente inevitables.

Marx, Karl El trabajo enajenado (fragmentos) en Manuscritos económico filosóficos

a) La relación del trabajador y el producto del trabajo
(XXII) Nosotros partimos de un hecho económico, actual.
El obrero es más pobre cuanta más riqueza produce, cuanto más crece su producción en potencia y en volumen. El trabajador se convierte en una mercancía tanto más barata cuantas más mercancías produce. La desvalorización del mundo humano crece en razón directa de la valorización del mundo de las cosas. El trabajo no sólo produce mercancías; se produce también a sí mismo y al obrero como mercancía, y justamente en la proporción en que produce mercancías en general.
Este hecho, por lo demás, no expresa sino esto: el objeto que el trabajo produce, su producto, se enfrenta a él como un ser extraño, como un poder independiente del productor. El producto del trabajo es el trabajo que se ha fijado en un objeto, que se ha hecho cosa; el producto es la objetivación del trabajo. La realización del trabajo es su objetivación. Esta realización del trabajo aparece en el estadio de la Economía Política como desrealización del trabajador, la objetivación como pérdida del objeto y servidumbre a él, la apropiación como extrañamiento, como enajenación.
Hasta tal punto aparece la realización del trabajo como desrealización del trabajador, que éste es desrealizado hasta llegar a la muerte por inanición. La objetivación aparece hasta tal punto como perdida del objeto que el trabajador se ve privado de los objetos más necesarios no sólo para la vida, sino incluso para el trabajo. Es más, el trabajo mismo se convierte en un objeto del que el trabajador sólo puede apoderarse con el mayor esfuerzo y las más extraordinarias interrupciones. La apropiación del objeto aparece en tal medida como extrañamiento, que cuantos más objetos produce el trabajador, tantos menos alcanza a poseer y tanto más sujeto queda a la dominación de su producto, es decir, del capital.
Todas estas consecuencias están determinadas por el hecho de que el trabajador se relaciona con el producto de su trabajo como un objeto extraño. Partiendo de este supuesto, es evidente que cuánto más se vuelca el trabajador en su trabajo, tanto más poderoso es el mundo extraño, objetivo que crea frente a sí y tanto más pobres son él mismo y su mundo interior, tanto menos dueño de sí mismo es. El trabajador pone su vida en el objeto pero a partir de entonces ya no le pertenece a él, sino al objeto. Cuanto mayor es la actividad, tanto más carece de objetos el trabajador. Lo que es el producto de su trabajo, no lo es él. Cuanto mayor es, pues, este producto, tanto más insignificante es el trabajador. La enajenación del trabajador en su producto significa no solamente que su trabajo se convierte en un objeto, en una existencia exterior, sino que existe fuera de él, independiente, extraño, que se convierte en un poder independiente frente a él; que la vida que ha prestado al objeto se le enfrenta como cosa extraña y hostil.
(XXIII) Consideraremos ahora más de cerca la objetivación, la producción del trabajador, y en ella el extrañamiento, la pérdida del objeto, de su producto.
Ciertamente el trabajo produce maravillas para los ricos, pero produce privaciones para el trabajador. Produce palacios, pero para el trabajador chozas. Produce belleza, pero deformidades para el trabajador. Sustituye el trabajo por máquinas, pero arroja una parte de los trabajadores a un trabajo bárbaro, y convierte en máquinas a la otra parte. Produce espíritu, pero origina estupidez y cretinismo para el trabajador.

b) La relación del trabajador y la actividad productiva
Hasta ahora hemos considerado el extrañamiento, la enajenación del trabajador, sólo en un aspecto, concretamente en su relación con el producto de su trabajo. Pero el extrañamiento no se muestra sólo en el resultado, sino en el acto de la producción, dentro de la actividad productiva misma. ¿Cómo podría el trabajador enfrentarse con el producto de su actividad como con algo extraño si en el acto mismo de la producción no se hiciese ya ajeno a sí mismo? El producto no es más que el resumen de la actividad, de la producción. Por tanto, si el producto del trabajo es la enajenación, la producción misma ha de ser la enajenación activa, la enajenación de la actividad; la actividad de la enajenación. En el extrañamiento del producto del trabajo no hace más que resumirse el extrañamiento, la enajenación en la actividad del trabajo mismo.
¿En qué consiste, entonces, la enajenación del trabajo?
Primeramente en que el trabajo es externo al trabajador, es decir, no pertenece a su ser; en que en su trabajo, el trabajador no se afirma, sino que se niega; no se siente feliz, sino desgraciado; no desarrolla una libre energía física y espiritual, sino que mortifica su cuerpo y arruina su espíritu. Por eso el trabajador sólo se siente en sí fuera del trabajo, y en el trabajo fuera de sí. Está en lo suyo cuando no trabaja y cuando trabaja no está en lo suyo. Su trabajo no es, así, voluntario, sino forzado, trabajo forzado. Por eso no es la satisfacción de una necesidad, sino solamente un medio para satisfacer las necesidades fuera del trabajo. Su carácter extraño se evidencia claramente en el hecho de que tan pronto como no existe una coacción física o de cualquier otro tipo se huye del trabajo como de la peste. El trabajo externo, el trabajo en que el hombre se enajena, es un trabajo de autosacrificio, de ascetismo. En último término, para el trabajador se muestra la exterioridad del trabajo en que éste no es suyo, sino de otro, que no le pertenece; en que cuando está en él no se pertenece a si mismo, sino a otro. Así como en la religión la actividad propia de la fantasía humana, de la mente y del corazón humano, actúa sobre el individuo independientemente de él, es decir, como una actividad extraña, divina o diabólica, así también la actividad del trabajador no es su propia actividad. Pertenece a otro, es la pérdida de sí mismo.
De esto resulta que el hombre (el trabajador) sólo se siente libre en sus funciones animales, en el comer, beber, engendrar, y todo lo más en aquello que toca a la habitación y al atavío, y en cambio en sus funciones humanas se siente como animal. Lo animal se convierte en lo humano y lo humano en lo animal.
Comer, beber y engendrar, etc., son realmente también auténticas funciones humanas. Pero en la abstracción que las separa del ámbito restante de la actividad humana y las convierte en un único y último son animales.
Hemos considerado el acto de la enajenación de la actividad humana práctica, del trabajo, en dos aspectos: 1) la relación del trabajador con el producto del trabajo como con un objeto ajeno y que lo domina. Esta relación es, al mismo tiempo, la relación con el mundo exterior sensible, con los objetos naturales, como con un mundo extraño para él y que se le enfrenta con hostilidad; 2) la relación del trabajo con el acto de la producción dentro del trabajo. Esta relación es la relación del trabajador con su propia actividad, como con una actividad extraña, que no le pertenece, la acción como pasión, la fuerza como impotencia, la generación como castración, la propia energía física y espiritual del trabajador, su vida personal (pues qué es la vida sino actividad) como una actividad que no le pertenece, independiente de él, dirigida contra él. La enajenación respecto de si mismo como, en el primer caso, la enajenación respecto de la cosa.

c) La relación del trabajador con el no trabajador
(XXV) Hemos partido de un hecho económico, el extrañamiento entre el trabajador y su producción. Hemos expuesto el concepto de este hecho: el trabajo enajenado, extrañado. Hemos analizado este concepto, es decir, hemos analizado simplemente un hecho económico.
Veamos ahora cómo ha de exponerse y representarse en la realidad el concepto del trabajo enajenado, extrañado.
Si el producto del trabajo me es ajeno, se me enfrenta como un poder extraño, entonces ¿a quién pertenece?
Si mi propia actividad no me pertenece; si es una actividad ajena, forzada, ¿a quién pertenece entonces?
A un ser otro que yo.
¿Quién es ese ser?
El ser extraño al que pertenecen a trabajo y el producto del trabajo, a cuyo servicio está aquél y para cuyo placer sirve éste, solamente puede ser el hombre mismo
Si el producto del trabajo no pertenece al trabajador, si es frente él un poder extraño, esto sólo es posible porque pertenece a otro hombre que no es el trabajador. Si su actividad es para él dolor, ha de ser goce y alegría vital de otro. Ni los dioses, ni la naturaleza, sino sólo el hombre mismo, puede ser este poder extraño sobre los hombres.
Recuérdese la afirmación antes hecha de que la relación del hombre consigo mismo únicamente es para él objetiva y real a través de su relación con los otros hombres. Si él, pues, se relaciona con el producto de su trabajo, con su trabajo objetivado, como con un objeto poderoso, independiente de él, hostil, extraño, se está relacionando con él de forma que otro hombre independiente de él, poderoso, hostil, extraño a él, es el dueño de este objeto; Si él se relaciona con su actividad como con una actividad no libre, se está relacionando con ella como con la actividad al servicio de otro, bajo las órdenes, la compulsión y el yugo de otro.
Toda enajenación del hombre respecto de sí mismo y de la naturaleza aparece en la relación que él presume entre él, la naturaleza y los otros hombres distintos de él. En el mundo práctico, real, el extrañamiento de si sólo puede manifestarse mediante la relación práctica, real, con los otros hombres. El medio mismo por el que el extrañamiento se opera es un medio práctico. En consecuencia mediante el trabajo enajenado no sólo produce el hombre su relación con el objeto y con el acto de la propia producción como con poderes que le son extraños y hostiles, sino también la relación en la que los otros hombres se encuentran con su producto y la relación en la que él está con estos otros hombres. De la misma manera que hace de su propia producción su desrealización, su castigo; de su propio producto su pérdida, un producto que no le pertenece, y así también crea el dominio de quien no produce sobre la producción y el producto. Al enajenarse de su propia actividad posesiona al extraño de la actividad que no le es propia.
Así, pues, mediante el trabajo enajenado crea el trabajador la relación de este trabajo con un hombre que está fuera del trabajo y le es extraño. La relación del trabajador con el trabajo engendra la relación de éste con el del capitalista o como quiera llamarse al patrono del trabajo. La propiedad privada es, pues, el producto, el resultado, la consecuencia necesaria del trabajo enajenado, de la relación externa del trabajador con la naturaleza y consigo mismo.
Partiendo de la Economía Política hemos llegado, ciertamente, al concepto del trabajo enajenado (de la vida enajenada) como resultado del movimiento de la propiedad privada. Pero el análisis de este concepto muestra que aunque la propiedad privada aparece como fundamento, como causa del trabajo enajenado, es más bien una consecuencia del mismo, del mismo modo que los dioses no son originariamente la causa, sino el efecto de la confusión del entendimiento humano. Esta relación se transforma después en una interacción recíproca.
Sólo en el último punto culminante de su desarrollo descubre la propiedad privada de nuevo su secreto, es decir, en primer lugar que es el producto del trabajo enajenado, y en segundo término que es el medio por el cual el trabajo se enajena, la realización de esta enajenación.
Este desarrollo ilumina al mismo tiempo diversas colisiones no resueltas hasta ahora.
1) La Economía Política parte del trabajo como del alma verdadera de la producción y, sin embargo, no le da nada al trabajo y todo a la propiedad privada. Nosotros, sin embargo, comprendemos, que esta aparente contradicción es la contradicción del trabajo enajenado consigo mismo y que la Economía Política simplemente ha expresado las leyes de este trabajo enajenado.
Comprendemos también por esto que salario y propiedad privada son idénticos, pues el salario que paga el producto, el objeto del trabajo, el trabajo mismo, es sólo una consecuencia necesaria de la enajenación del trabajo; en el salario el trabajo no aparece como un fin en si, sino como un servidor del salario.
Un alza forzada de los salarios, prescindiendo de todas las demás dificultades (prescindiendo de que, por tratarse de una anomalía, sólo mediante la fuerza podría ser mantenida), no sería, por tanto, más que una mejor remuneración de los esclavos, y no conquistaría, ni para el trabajador, ni para el trabajo su vocación y su dignidad humanas.
Incluso la igualdad de salarios no hace más que transformar la relación del trabajador actual con su trabajo en la relación de todos los hombres con el trabajo. La sociedad es comprendida entonces como capitalista abstracto.
El salario es una consecuencia inmediata del trabajo enajenado y el trabajo enajenado es la causa inmediata de la propiedad privada. Al desaparecer un término debe también, por esto, desaparecer el otro.
2) De la relación del trabajo enajenado con la propiedad privada se sigue, además, que la emancipación de la sociedad de la propiedad privada, etc., de la servidumbre, se expresa en la forma política de la emancipación de los trabajadores, no como si se tratase sólo de la emancipación de éstos, sino porque su emancipación entraña la emancipación humana general; y esto es así porque toda la servidumbre humana está encerrada en la relación de trabajador con la producción, y todas las relaciones serviles son sólo modificaciones y consecuencias de esta relación.
Así como mediante el análisis hemos encontrado el concepto de propiedad privada partiendo del concepto de trabajo enajenado, extrañado, así también podrán desarrollarse con ayuda de estos dos factores todas las categorías económicas y encontraremos en cada una de estas categorías, por ejemplo, el tráfico, la competencia, el capital, el dinero, solamente una expresión determinada, desarrollada, de aquellos primeros fundamentos.